lunes, 23 de diciembre de 2013

ESPECIAL UNCENSORED: La noche del capítulo 28

-Ophs… -lo oí gemir junto a mi cuello, cerca del oído. Su aliento cálido me erizó la piel. Me mordí el labio inferior y cerré los ojos, dejando que la sensación me embriagara.

Estaba echado sobre mí, apoyado sobre las manos, que se localizaban cada una a un lado de mi cabeza, sobre el colchón. Lo notaba presionar mi entrepierna, y me faltaba el aire. Me agarré a su espalda, a la camiseta que aun cubría su cuerpo. La ropa me estorbaba, la suya y la mía. Separó sus labios de mi garganta para volver a mirarme a los ojos. Tenía el rostro encendido, le brillaban las pupilas y respiraba acaloradamente. Con la mano con la que no me aferraba a su camiseta, le acaricié la mejilla, perdiéndome en el cielo borrascoso de su mirada. El momento de calma y contemplación no duró mucho. Pronto desvió la vista hasta mis labios y se pasó la lengua por los suyos, como un lobo hambriento. Al instante, su boca se apropiaba de la mía con ansia. Correspondí con la misma intensidad, desplazando la mano libre hasta su nuca, para asir de él. Quería más contacto, mas roce, más de él en mí. Quería devorarlo, fundirnos en uno.

Aun no sabía qué demonios tenía aquel idiota de cabello rojo para atraerme tanto, y cuanto más lo pensaba, menos sentido le veía. Pero la mayoría de las cosas que pasaban por mi cabeza carecían de lógica o razón. La mayoría parecían destinadas a destruirme.

Una de sus manos se movió rápida de mi cadera a mi trasero, alzándolo para aumentar la presión entre mis muslos. Gruñí de placer y sorpresa entre sus labios. El corazón me iba a estallar. Instintivamente arqueé la espalda, correspondiendo a su deseo. No pude evitarlo, y me separé de él para soltar un gemido. El pelirrojo hundió el rostro en mi cuello y dejo escapar un quejido ronco. Para mi fastidio, acabó por incorporarse. Los latidos desorbitados de mi corazón me ensordecían, estaba mareada, como en una nube, y al separase de mí sentí que despertaba de nuevo a la realidad.

Antes de preguntarle qué iba mal, él respondió.

-No aguanto más. –su voz sonó ronca mientras me contemplaba con una expresión de hambrienta fiereza.

Sin dar más explicaciones, se deshizo de su camiseta negra, hizo una bola con ella y la lanzó al suelo con rabia. Deleité a mis ojos con la visión de su torso desnudo, que parecía esculpido por el mejor de los artistas de la Antigua Grecia. Los abdominales se le marcaban con sutileza, con suavidad, como si no pretendieran estar ahí. Lo recorrí con la mirada, casi podía notar como mis pupilas se agrandaban ante la agradable vista. El conjunto de su escultural cuerpo lo completaban unos fuertes pectorales, que de nuevo no eran exagerados ni obscenos, no como los de los tipejos embadurnados en aceite que aparecen en las revistas de culturistas, no; no eran desmedidos, sino perfectos, en armonía con todo él. En armonía con su mandíbula afilada, su nariz recta, la sonrisa pícara de sus labios y el ardor incontenible de sus rasgados ojos oscuros. Noté como mi respiración se agitaba. Era perfecto, era mío, y estaba deseando tomarlo.

Volvió a echarse sobre mí, besándome con ira ciega, tan fuerte que de no estar tan excitada me habría hecho daño. Mientras, sus manos acariciaban ambos lados de mi cadera, que quedaba descubierta ya que la camiseta se me levantaba al estar recostada, dejando a la vista tan sólo una rendija de piel desnuda. Su caricia subió, esta vez bajo la ropa. Notaba las durezas de sus manos de guitarrista, pero la aspereza sólo me estimuló más. Sus palmas estaban calientes, y por una vez mi piel también. Ascendió de hueco de mi cadera hasta contornear la curva de mi cintura. Sin darme cuenta, le dejé que me fuese quitando la camiseta. Cuando llegó a arriba, yo misma le ayudé a que se deshiciera de la prenda, y por fin quedamos piel con piel; ambos cuerpos calientes y ávidos de más contacto.

Los besos ahora subieron más de tono, así como las caricias se dirigían a sitios más peligrosos.
Oprimió uno de mis pechos por debajo del sujetador, al tiempo que su lengua se enredaba con la mía, y comenzó a masajearlo. Nuevos gemidos escaparon de mis labios, y ésta vez formaban su nombre.

Clavé las uñas en su espalda, pero no parecía que le hiriese, todo lo contrario, avivaba su deseo aún más. La presión de su entrepierna contra la mía subía y bajaba, estimulándome hasta hacerme delirar.

La mano que antes se había adueñado de mi pecho fue descendiendo por mi torso desnudo, pasando por el vientre  para empezar a internarse en mis destrozados vaqueros negros.

Fue entonces cuando todo el calor que poseía mi cuerpo se desvaneció.

Sentí peligro. Miedo. El frío sobrevino de pronto, congelando mis músculos. No podía moverme.

La mano de Castiel había llegado hasta colocarse sobre mi ropa interior, pero no se arriesgó más al notar mi falta de reacción. El mundo que antes giraba sin control sobre mí, animándome a perder la cabeza, olvidar los tabúes, olvidar los miedos y dejarme ir, se había detenido en seco. Y yo estaba mareada del viaje.

-Apártate. –una voz que no parecía mía ascendió desde mi garganta. –Apártate, por favor.

De inmediato, abandonó el interior de mi ropa, pero no se apartó de mí, como le había pedido. Lo oía luchar por controlar su agitada respiración, pero no podía volver mi mirada hacia él, ni siquiera mis ojos me respondían. Tampoco tuvieron que hacerlo; el pelirrojo avanzó para mirarme, preocupado, y se encontró con mis orbes violetas abiertos de par en par, con la vista perdida en el techo. Yo tampoco respiraba con regularidad, y sólo cuando Castiel se atrevió a rozar mi mano fui consciente de que estaba temblando.

-Si no te apartas empezaré a gritar. –advertí con voz mustia. –Por favor.

Su tacto ahora era sucio, nuestro deseo era enfermizo y su mirada lasciva e insultante. El cambio de un instante a otro había sido tan radical que estaba asustada de mí misma. La habitación se había vuelto del revés y tenía náuseas. “¿Qué coño estoy haciendo?”

Al final me obedeció, y fue alejándose lentamente, como temiendo hacer algún movimiento brusco que despertara mi lado más peligroso; el del animal acorralado. No sería la primera vez que le atacaba en una situación así. Quise llorar de impotencia y rabia, pero me contuve.

-Lo siento. –murmuró. -¿Estás bien?

No pude contestar, tenía los ojos tan llenos de lágrimas que a la mínima se derramarían.

-Ophs… Ophs, lo siento. Perdóname, me he pasado. No iba a hacer nada que no quisieras, Ophs, de verdad… Ah, joder, que imbécil soy. –comenzó a soltar atropelladamente. –Eh, venga, deja de temblar. Me ha apartado, ¿ves? –rogó, al tiempo que se levantaba de la cama y permanecía junto a ella, dejando claro que había bastante distancia entre nosotros.

Yo continuaba concentrada en no perder la poca cordura que me quedaba. Mi cuerpo temblaba sin control, y no respondía a mis órdenes de moverse, de hacer algo. Volvía a estar como estuve para Ezequiel; como una muñeca viviente. Castiel podría hacer lo que quisiera conmigo y no había forma de que me defendiese. Otra vez. Otra vez la impotencia, el inmenso dolor, la crueldad de Ezequiel apropiándose de cada centímetro de mi piel, de cada traza de mi alma. Y yo indefensa, temblorosa y lloriqueando. Otra vez. Las escenas se sucedían en mi mente, y no daba con el botón de “stop”.

-Tranquilízate… -suplicó, comenzando a entrar en pánico. -Por favor, Ophelia, cálmate. No voy a hacerte daño. Me moriría antes de hacerte daño. –se calló viendo que nada de lo que dijera funcionaba, que nada me hacía despertar del trance. No podía despegar mi vista de techo, así que no lo veía, pero si oí como en un último intento murmuraba con pesar un “Te quiero, Ophs”.

Te quiero, Ofelia, mi dulce Ofelia..., la voz de Ezequiel repitió a Castiel, pronunciando mi nombre en español. Y ojalá pudiera hacerlo de otra forma. He estado soñando este momento mucho tiempo, mi vida… Pero no así. Desearía darte placer… Sin embargo, me has obligado a hacerte daño. Me gustaría decir que será rápido, pero mi deber es prolongar tu sufrimiento. Ojo por ojo, diente por diente. Ya sabes cómo funciona esto, amor mío.

Veía su sonrisa, el brillo diabólico del hielo de sus ojos. Podía sentirlo respirarme en el pelo, acariciar mi menudo cuerpo inocente. Profanar mi virtud. Arrebatarme el alma. Despojarme de mi cuerpo, de mi mente, de todo lo que daba vida a Ophelia Rainy. Se hizo con todo y me convirtió en su muñequita, en su juguete. Tanto me arrebató, que incluso ahora no lo había recuperado. No era dueña de mi cuerpo, ni de mi mente, ni siquiera de mi corazón. Lo que le dije a Castiel la noche de fin de año era verdad; aun era suya. De no ser así, no estaría en ese momento tan helada, tan asustada y tan débil. Los recuerdos me martilleaban la cabeza, revolviéndome el estómago. Sentía la sangre caliente entre mis piernas.

-¡Haz que pare! –rogué al final, logrando moverme para tumbarme de lado y encogerme en posición fetal. Seguía temblando sin control. Tenía las mismas náuseas que cuando el efecto de la droga pasó. -¡Joder! –maldije, notando una arcada ascenderme por la garganta. Castiel debía pensar que estaba completamente loca, y eso sólo me enfurecía aun más.

-Eh, eh, venga. –lo oí decir, más cerca de mí. Ignorando mis peticiones de que no me tocase, se acerco hasta oprimirme un brazo con cariño. -¿Tienes frío? –comenzó, y apenas le salía la voz. -¿Quieres algo? ¿Me voy? ¿Quieres que me vaya? –preguntó apurado. -Ophs, dime que hago.

Su voz me trajo a la realidad, volví a respirar, puesto que había estado conteniendo el aire unos instantes sin ser consciente.

-No te vayas. –dejé escapar. Parpadeé un par de veces, había estado apretando los ojos y ahora veía borroso. Me pasé la lengua por los labios, hinchados y adoloridos por los salvajes besos de pelirrojo, mientras mi visión se iba aclarando. Me centré en el contacto de su mano sobre mi hombro. –O… o sí… -dudé. -¿Puedes… traerme una taza de té?

Hice un esfuerzo sobrehumano para girar la cabeza y mirarle. Con ello, vi como su gesto se relejaba, aliviado.

-Claro, no tardo nada. –sonrió con dificultad.

Me soltó, y no tardó mucho en desaparecer tras la puerta. Creí que no viviría para ver a un Castiel tan servicial, pero en el fondo de mi ser sabía que sólo lo hacía porque se sentía culpable. Como si mi ataque de ansiedad hubiese sido culpa suya.

Cuando estuve segura de que volvía a tomar control sobre mi cuerpo, me enrollé en el edredón nórdico a rayas rojas y negras que cubría su cama, sobre el que habíamos estado todo el tiempo, y me bajé de ésta. Protegida del frío y aún a pasos tambaleantes, salí de la habitación y caminé por el pasillo. No quedaba nadie despierto, sólo la luz de la cocina quebraba la oscuridad. Procurando no hacer ruido, me interné en el baño. Mi estómago seguía bamboleándose como si estuviese en una montaña rusa, y no podía contener más las arcadas. Me dejé caer de rodillas al suelo, abrí la tapa del váter y dejé escapar por mi garganta el ácido que me carcomía las entrañas.

-Nadie te ha drogado. –me dije, como ida. –Nadie te ha drogado ahora, idiota. -Un sollozo emergió de mi garganta, pero me cubrí la boca con ambas manos para no hacer ningún ruido. Lo último que le faltaba a Castiel era verme así. -Has cenado pizza, estás bien… No hay nada raro dentro de ti. Nadie te ha drogado… -insistí, luchando contra el llanto y los fantasmas de pasado. –Él nunca te haría eso… Él nunca…

-¿Ophs? –se escuchó al otro lado de la puerta.

-S-sí, estoy aquí. Salgo enseguida. –me apresuré a contestarle, aunque mi voz sonó débil. Me aclaré la garganta. –Un minuto.

-Bueno, pues si el té se queda frío no lo pienso calentar. Que no soy tu mayordomo, ya no vives en esa casa pija de Elvenpath. –me recordó con tono mosqueado que tan sólo pretendía devolver la situación a la normalidad. Una sonrisa se deslizó por mis labios.

-Lo sé… -contesté con un tono más de persona viva.

Cogí aire y lo solté lentamente, después apoyé los codos en la taza del váter y descansé la frente sobre mis manos. Estaba sudando. Debía tener un aspecto realmente horrible, como de resacosa. Un nuevo recuerdo de las manos de Castiel bajando por mi abdomen me hizo vomitar de nuevo.

“Nunca te perdonaré por esto, Ezequiel… Ni tan siquiera la muerte podrá redimirte.”

Me limpié los labios y la barbilla con agua, tiré de la cadena, reuní toda la entereza que me quedaba y salí al pasillo, aún envuelta en el edredón. El pelirrojo me esperaba al otro lado de la puerta. No llevaba mi té.

-¿Estás mejor? –me preguntó con su voz más suave, la preocupación brillaba en sus preciosos ojos oscuros. Asentí levemente. –Lo sien-…

Le tape la boca antes de que terminase la oración y sonreí sin fuerzas.
-No es culpa tuya, no vuelvas a disculparte.

Y dicho esto, le solté y eché a andar hacia la habitación todo lo dignamente que pude a pesar de ir envuelta en la ropa de cama de mi mejor amigo. Él caminó tras de mí y cerró la puerta a su espalda cuando llegamos a nuestro objetivo.

-No me has hecho el té. –le eché en cara, con expresión grave, antes de girarme hacia él.

-Dudo que ni siquiera a ti te apetezca té en este momento. Y menos a las dos de la mañana, teniendo en cuenta lo de tu serio caso de insomnio. –culminó, cruzándose de brazos para dedicarme una mirada burlona, con su típico gesto de la ceja arqueada y una sonrisa mal disimulada en los labios. Resoplé con cansancio.

-Tú ganas. –confirmé.

Y para darle más expresividad a mi derrota, solté el edredón y me abrí de brazos. Olvidándome de la gravedad, que fue la que me dejó descubierta de cintura para arriba ante sus ojos. Solté un chillido agudo y me apresuré a agarrar la manta y taparme de nuevo. Lo oí reír con ganas.

-Ophs, hace sólo veinte minutos que yo mismo te he quitado la camiseta, ¿de qué esperas que me asuste? –me recordó con humor. –Desde luego, eres más idiota… -rió. Le saqué la lengua y me subí a la cama.

Rebusqué bajo la almohada hasta dar con mi pantalón de pijama, agarré también la camiseta que se había quitado el pelirrojo minutos atrás, y con ello conformé mi ropa de dormir.

-Creía que el idiota eras tú… Al menos eso has dicho antes. –una sonrisa perversa se adueñó de mi rostro mientras se lo iba rememorando. Me quité los pantalones de espaldas a él y me vestí con el pijama.

-Agh, cállate. –refunfuñó, comenzando a vestirse con su propio pijama, también dándome la espalda. Terminó antes que yo, y se subió a la cama de rodillas, avanzando a cuatro patas hasta llegar tras de mí, que estaba sentada en el filo.

-“Mi problema eres tú y mi problema soy yo…” –comencé a imitarle, exagerando el tono dramático.

-Ah, joder, calla. –insistió. Me abrazó desde detrás, pegándome contra su pecho. Apoyó el mentón en mi hombro, y en seguida noté que le ardía la cara por la vergüenza.
  
-“Yo soy un imbécil y tú eres tan inteligente y maravillosa, oh, bella Ophelia…” –continué. No tuvo más remedio que reírse avergonzado y hundir la naricilla en mi cabello, ocultándose.

-¿Es que no piensas parar? Agh, quién me mandará abrir la boca… -rió entre dientes.

-“Si te pierdo moriré entre horribles sufrimientos, oh ángel de amor”-insistí, y al minuto lo noté hacerme cosquillas para callarme. Solté otro chillido y pataleé, tratando de zafarme de él.

Rodamos por la cama en una especia de lucha, entre risotadas. Acabé por quedar yo encima, sujetándole las manos sobre la cabeza en el colchón.

-Ajá. –celebré. –La norteña sale victoriosa de nuevo.

-Ophs, sigues sin camiseta. –me dijo de pronto. Lo solté de inmediato para cubrirme con las manos, roja como un tomate. Él vio la ventaja y me tumbó a mí, recuperando la posición dominante.

-Mierda. –gruñí. Esperaba que volviese a torturarme con más cosquillas, pero en lugar de eso se aproximó hasta besarme.

-Ahora sí estás mejor. –sonrió. –Hace rato que te estoy tocando y no has dicho nada.
Ronroneé ante el contacto de sus labios.

-Gracias. –murmuré. Él alzó una ceja, extrañado. –Por aguantar mis idas de olla. Cualquiera habría salido huyendo ya. –sonreí con timidez. Él volvió a acariciar mi boca con la suya.

-Cualquiera… -reconoció. –cualquiera del que no hubieras tenido que aguantar sus propias idas de olla.

-Estamos completamente locos. –decidí, sin que esto pareciera importarme mucho.

-Pues a mí no me importa, mientras estemos juntos. –sonrió de lado, acariciando mi mejilla con el reverso de la mano.

-Mientras estemos juntos. –corroboré, procurando que él no notase la angustia que se palpaba en el trasfondo de mi voz, el dolor que brillaba dentro de mis iris violeta.

miércoles, 14 de agosto de 2013

"Buenas noches, querida amiga" [SPOILER DE LA SEGUNDA TEMPORADA]

Un goteo lejano del que solo llegaba un eco; el sonido de unos pasos solitarios; el fuerte golpe de una puerta que es cerrada, con alguna pobre alma en su interior… Y rompiendo aquel silencio cargado de pesar, la fina voz de una joven.

-¿Crees que estamos locos, Ophelia? –murmuró, sentada sobre su cama y con la espalda pegada a la pared. –¿Y en qué se diferencia un loco de un cuerdo? –su mirada cristalina se perdía en una oscura esquina del techo. –Una de las chicas dice que la gente llama “loco” a aquel que deja de conformarse, el que mira más allá y es capaz de ver cómo funciona el mundo en realidad… El que ya no se cree más mentiras y no se calla lo que piensa. Los que se conforman son llamados cuerdos… -una sonrisa triste se extendió por su pálido rostro. –Pero los médicos dicen que ella sufre paranoia aguda, así que supongo que no deberíamos hacerle caso. –hizo una pausa para desviar la vista hacia la morena, que reposaba sobre la cama tal cual la habían dejado los enfermeros. –Sin embargo, aquí estamos entre locos y no hay tabúes. Se nos permite decir lo que queramos, y normalmente nos escuchamos entre nosotros sin juzgar nunca… sin prejuicios. –cogió aire y lo soltó con calma. –Me gustaría saber tu opinión, Ophelia… Pero acepto tu silencio. En realidad ni siquiera sé si me oyes, si notas mi presencia o conoces al menos dónde te encuentras. Pero prefiero creer que es así, que me escuchas. –la joven recordó algo que le hizo sonreír con más ganas. -¿Sabes? El otro día soñé que me mirabas y me decías “sigue hablando, Abby, me gusta oírte”. Claro que ni siquiera sé cómo es tu voz, pero en mi sueño era bonita; dulce pero fuerte. Creo que tienes carácter. –resopló y se miró los pies. –No puedo saberlo, claro, pero me da esa sensación. Quizá sea por tu corte de pelo… O por lo agujereadas que están tus orejas. –rió levemente. –Me encantaría haberte visto hace unos meses, cuando hablabas y te movías. Me gustaría ver el tipo de ropa que vestías, la forma de tu sonrisa o los gestos que hacías al hablar. –se revolvió en la cama para acabar metiéndose bajo las sábanas. Le había dado frío.

Una vez recostada, se giró para quedar mirando al camastro de su compañera de habitación. Ella reposaba bocarriba, con los ojos semicerrados. ¿Estaría consciente? ¿Estaría dormida? No tenía forma de saberlo, pero le gustaba mirarla, hablarle y creer que ella la escuchaba. Eso le ayudaba a sentirse menos sola.


-Quizá alguna vez nos cruzamos por la calle y ni siquiera lo recordamos… Quizá fuiste la chica que se tropezó conmigo al salir de un baño público o la que se llevó la última camiseta de la tienda antes de que yo llegara. Pudiste ir en el mismo autobús que yo, incluso pudimos llegar a estar en la misma habitación. –sacó un brazo para flexionarlo y apoyarse en él, sin despegar sus ojos claros del rostro de aquella desconocida. –Nunca lo sabremos, Ophs. –una leve sonrisa asomó en sus labios. -¿Puedo llamarte “Ophs”? Suena divertido, así siento que nos conocemos, que somos amigas… Sí, en realidad creo que eres mi mejor amiga, Ophs. –bostezó y los párpados le fueron cayendo, fundiendo a negro la imagen de aquella otra adolescente. –Buenas noches, querida amiga… Me alegra que estés aquí.

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Acabo de escribirlo, así, sin meditar mucho, así que podría cambiar de aquí a la segunda temporada :3
Comentarios aquí, por favor, para no spoilear a las que no deseen ser spoiledas ;)

domingo, 30 de junio de 2013

Capítulo Especial V: Ethan's War (UNCENSORED)

Empujón. Patada en los talones. Empujón.

El ritual de siempre, el mismo recorrido, las mismas odiosas losas verdes del pasillo. Así, llegué a la enfermería. Después de despertarme de una pesadilla, y presa de un auténtico ataque de ansiedad al saberme encerrado y alejado de aquello que daba sentido a mi vida, había llamado a los guardias para que me llevasen a la enfermería. Tenía una idea en mente que necesitaba que funcionase. No era nada parecido a un plan genial, pero requería con urgencia ver a Anne, sincerarme con ella y explicarle cómo estaban las cosas. No me gustaba pedir nada a nadie, pero necesitaba ayuda.

Los gorilas me sujetaban tan fuerte que imaginé que tendría moratones al día siguiente, aunque poco me importaba portar más heridas de guerra a esas alturas.

Atravesé la puerta de metal que daba a la enfermería y llegué de dos traspiés frente a Anne. La enfermera dijo algo que no escuché, y los guardias contestaron otra cosa de la que no me enteré. Aún me miraba los pies, con la cabeza gacha en gesto sumiso; no porque quisiese parecerles inofensivo, sino porque estaba mareado después del angustioso sueño de unos eternos minutos atrás.

Por fin, los guardias se fueron, y el portazo de la puerta me sirvió de incentivo para alzar la mirada.

Anne tenía el ceño fuertemente fruncido. La luz de los fluorescentes del techo se reflejaba en sus gafas, pero aun así podía ver sus grandes orbes verdes centellear cargadas de preguntas. A mí me dolían los ojos de tenerlos abiertos. Ya sabéis, de la falta de sueño.

Sinceramente, estaba cansado y hecho mierda en general, pero no quería preocupar a la pelirroja, y me esforzaba por mejorar mi humor. Finalmente, rompí el silencio de la sala con un burlón:

-¿Tienes fuego, muñeca?

La pelirroja torció el gesto y frunció aún más el ceño.

-¿Qué? –gruñó. –Me han dicho que te estabas desangrando, Ethan. –siseó, cabreada. Y su enfado iba en aumento. -Si sólo querías molestar podrías dedicarte a molestar a otra. No estoy aquí para entretenerte. Son las cuatro de la mañana y quiero irme a casa. –soltó atropelladamente, de un notable mal humor.

“¡Aborten misión!”

-Oye, cálmate, que yo no te obligo a estar aquí. –pedí suavemente… o algo así.

Anne resopló y meneó la cabeza.

-Lo siento. Llevo aquí doce horas, esto es abusivo. –suspiró.

-Lo que yo te diga, son unos nazis. –murmuré, caminando hasta sentarme al borde de la camilla. Anne sonrió levemente. ”Prueba superada”.

-Entonces, ¿estás bien? –se acercó con precaución, mirándome más detenidamente. –Cuando saliste de aquí esta tarde…

-Estoy bien. –la corté. –Más o menos. –cogí aire antes de seguir. –La verdad es que venía a… -miré de soslayo a la enfermera. Podía confiar en ella, ¿no? Bueno, tampoco tenía más opción. –Quería pedirte un favor, Anne.

Y volvió su ceño fruncido.

-Ethan, yo…

-Déjame terminar. –sonreí, buscando tranquilizarla. Me puse en pie y comencé  a dar vueltas a la sala, tan repentinamente nervioso que no podía estarme quieto. –Bueno, sabes que tengo una hermana, ¿verdad? –giré el rostro para mirarla.

Ella asintió.

-Ophelia, ¿no es así?

–Sí. Pues lo que hice, lo de disolver Macabria y todo eso, afecta también a Ophs… Ophelia. –rectifiqué. –No soy el único al que intentan quitarse de en medio. Y ahora ella está sola en otra ciudad y… -se me quebró la voz. La imagen mental de Ophs, mi Ophs, sola tan lejos de casa y a merced de quien quisiera hacerle daño… Me podía. -Anne, tienes que ayudarme. –la angustia volvió a instaurarse en mis entrañas. Mi mirada suplicante dejaba bastante claro lo desesperado que me sentía. –Ophelia y yo somos como dos partes  de un todo y si le pasara algo mientras yo estoy aquí… Si alguien volviese a hacerle daño sin que yo pudiese hacer nada salvo observar desde la distancia… Joder, Anne, no puedo pasar por eso otra vez. No… no podría vivir con más cargo de conciencia.

El verde de su iris no se había despegado ni un segundo del violeta de los míos.

-Ethan… -murmuró, asombrada, y solo entonces bajó la mirada. –No sé qué podría hacer yo…

”Oh, venga ya.

-Bueno, en realidad eres la única que puede hacer algo. –sonreí de lado y avancé un par de pasos hacia ella, quien se sonrojaba a medida que acortaba la distancia. –Anne, cielo… Tiene que haber alguna forma de salir de aquí, ¿verdad?

Por fin, la pelirroja entendió por dónde iba.

-Yo no… no puedo sacarte. –retrocedió como atemorizada. Lo que me faltaba, que Anne me tuviese miedo. La estaba cagando, la estaba cagando mucho. Pero ya había empezado, tenía que sacar todas mis cartas ahora que podía. Tenía que convencerla como fuese.

-¿No puedes argumentar que tengo alguna herida grave para que me manden al hospital? –dejé de avanzar y decidí volver a sentarme en la camilla. –Sólo necesito eso, a partir de ahí me encargo yo.

-No puedo, Ethan, lo siento. –concluyó.

-Joder, Anne… Tienes que entenderlo, necesito salir. No puedo dejarla sola. Mi hermana ya ha sufrido bastante…

Las normalmente suaves facciones de la enfermera se habían endurecido. Cruzada de brazos, me miraba como si…

-No me crees, ¿verdad? –balbuceé sorprendido. Su gesto no cambió un ápice. Una amarga sonrisa tomó forma en mi rostro. –Pues claro, quién coño iba a creer a un recluso.  Y menos a un pintas lleno de tatuajes y con un historial delictivo del tamaño de la Torre Eiffel.  –Bufé, y desvié la mirada. Mi última esperanza se estaba quebrando delante de mis narices, sentía que me partía en dos. ¿Ella también? ¿Ella también creía que merecía estar encerrado?

El silencio precedió a mis palabras. Si la miraba de soslayo, podía ver como la enfermera se observaba los pies apenada, apenada pero decidida. Tras unos minutos, tragué saliva, me pasé la lengua por los labios, y me levanté de la blanca camilla. Avancé un par de pasos vacilantes hacia ella.

-Anne…

La aludida alzó el rostro para enfocar sin temor el violeta de mis ojos.

-No. –me cortó rápidamente. –No eres el primero, Ethan. –murmuró, con cierta ira contenida en la voz. El verde de su mirada se me antojó repentinamente feroz. –El primero que, viéndome tan joven y tímida, me cree débil y trata de aprovecharse de ello-. Fruncí el ceño, ofendido y sorprendido a partes iguales; y a punto estaba de soltarle alguna cuando se me adelantó. Respirando con rudeza, volvió a dirigir su vista a la mía. –Casi me lo había creído. –su voz subió un tono, más aguda, parecía luchar para controlar el llanto. –Casi creía que de verdad te importaba, que éramos como… como amigos. –echó la cabeza hacia atrás, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz, con una sonrisa cínica adornando sus graciosas facciones. –Já. Qué estúpida puedo ser, dejarme cegar por una cara bonita. Como si los chicos como tú se fijasen nunca en las chicas como yo. He sido una estúpida. –se reprochó, tan furiosa consigo misma como conmigo.

-Oye, para ya. –le espeté, molesto. Tenía un montón de palabras atragantándoseme en la garganta, mil respuestas que podía haberle dado, mil maneras de desmentir sus palabras, demostrarle lo equivocada que estaba. Y tantas eran, que no podían salir.

Me limité a mirarla como nunca la había mirado; como a una más, otra pieza del correccional, de la ley. Lo único que parecía brillar en medio de aquel caos infernal que estaba viviendo allí, se había esfumado. Y creo que supo todo lo que pasaba por mi cabeza cuando me miró a los ojos; había impuesto un muro entre nosotros. Sólo era “otra más”.

Cerré mis esferas violetas con cansancio, y cuando volví a abrirlas, no quise mirarla. Esbocé una sonrisa mortificada y chasqueé la lengua con fastidio. Intenté cruzarme de brazos, pero las esposas no me lo permitieron, así que los dejé caer.

-Está claro que no queda nada aquí para mí. –dije más para mí mismo que para la pelirroja. Aguardé unos instantes, ella no contestó. –Aun así, lo preguntaré una vez más… -giré el rostro para mirarla, no quedaba nada de amistoso en mi gesto. Estaba cansado, cansado de verdad. -¿Hay alguna forma de salir de aquí? –siseé.

-No. –respondió de inmediato. –Cumplir tu pena. O sufrir una herida que ponga en peligro tu vida, tanto que no pueda curarse aquí.

-O ahorcarme en la celda. –gruñí para mí. La noté dar un respingo.

-No digas estupideces. –siseó. –Si no me vas a dejar inspeccionar nuevas heridas, deberías marcharte, Rainy.

“¿Rainy? ¿Ahora soy Rainy?” Avancé un paso hacia la salida, pero me detuve. Me dolía todo el cuerpo, lógicamente, por los palos recibidos. Ya que estaba ahí, podría darme algo para el dolor. Para eso estaba, ¿no? Era la enfermera… Sólo la enfermera. Giré sobre mis pasos y volví a la camilla para sentarme. Desabroché la camisa y la miré sin ganas, esperando a que se acercara. Al destaparme, su rostro se contorsionó en una mueca de dolor.

Ninguno de los dos dijo nada. La enfermera cogió sus gasas y comenzó con la cura. Gasas para las heridas, pomada para los moratones. Yo ni siquiera había mirado como llevaba los golpes, imaginaba que tendrían la forma exacta de las porras con las que me habían sacudido, pero prefería no mirar.

-Habrás pasado fiebre. –titubé la pelirroja, aun centrada en su labor. Me encogí de hombros. Anne se separó de mí y me miró a los ojos, su usual preocupación volvía a estar ahí. Alzó la mano que tenía libre y me la puso sin miramientos sobre la frente. Su mano estaba helada, me recorrió un escalofrío. –Dios, Ethan, estás ardiendo.

Volvió a sonar como siempre, como si todo lo anterior no hubiese ocurrido; eso aflojó el nudo de mi garganta.

-Garr, I’m on fire. –bromeé, sin ganas, más por costumbre que por otra cosa. Lo cierto es que, ahora que lo decía, me pesaba mucho la cabeza. Quizá por eso estaba tan cansado y había tenido aquella maldita pesadilla. Todo tenía sentido.

No hizo caso a mi coña, y fue con prisas a llenarme un vaso de agua de la garrafa que tenía por allí. Cogió un sobre de un cajón y vertió los polvos en el vaso de plástico, removiéndolo después con una cucharita del mismo material. Luego me lo puso delante las narices para que lo tomase. Como es normal, tener las muñecas esposadas dificultaba la labor de coger un vaso y llevármelo a los labios, pero lo conseguí, y me lo tragué de una. Se lo devolví vacío y arrugué el morro.

-Aag, ¿qué era eso, matarratas? –bufé. No se me quitaba el sabor óxido de la boca. –Puaj. Esa mierda debería ser ilegal.

-No seas crío. –me recriminó. Se giró para tirar el vaso a la basura y, aun sin darse la vuelta para mirarme, me echó. –Ya puedes irte.

Bajé de la camilla de una, bruto como siempre, de forma que me mareé instantáneamente. Anne me sujetó por los hombros. De repente estábamos muy cerca. La pelirroja me apartó el pelo del rostro con algo parecido a una caricia, aun conservando la preocupación en su mirada. ¿Se suponía que estábamos haciendo las paces? Nada, podía haber compartido útero con una; pero nunca entendería a las mujeres. Sujetándome con una mano, trató de guardar algunos ondulados mechones azabaches detrás de mi oreja con la otra, en vano. Mi melena se empeñaba en ir a su bola, casi siempre  cruzándose por mi cara sin remedio; de ahí que normalmente la llevase recogida.

Aprovechando la cercanía, apoyé mi frente en la suya, haciéndome hueco entre su flequillo. La piel de la enfermera estaba fresca, lo que suponía un enorme alivio para el sofoco que cubría la mía.

-Anne… sácame de aquí. –susurré, débil, casi parecía un ruego. Yo, que nunca rogaba a nadie… Cerré los ojos con cansancio desmedido. –Tengo la sensación de que no voy a salir vivo de ésta. Los presos, los guardias o la enfermedad me acabarán matando aquí dentro.

Le pelirroja seguía acariciándome el pelo, en completo silencio. No parecía que fuese ni a pensárselo.

-No puedo. –murmuró al final.

Abrí los ojos. El violeta se enfrentó al verde unos instantes, después me aparté de ella. Estaba claro que me había equivocado con ella; yo no le importaba una mierda.

-Espero que recuerdes este momento cuando llegue aquí tan mal que no puedas salvarme.  O cuando reciba una llamada avisándome de la muerte de mi hermana. Lo que ocurra antes. –bufé, caminando hacia la puerta sin mirarla. –Espero que seas plenamente consciente entonces de que tú podrías evitarlo, y no hiciste nada. –volví a lanzarle una mirada que, aunque manchada por la fiebre, no dejaba de ser feroz. Una parte de mí se moría por abrazarla al verla dolida por mis palabras; pero la contuve. Anne desvió la vista, acobardada. –Eso, aparta la mirada. -esbocé una sonrisa cínica. –Dios, eres como todos los demás.

Dicho eso, le di la espalda para dar dos toques en la puerta con los nudillos, a la espera de que los guardias me sacasen de allí. Así fue, con uno a cada lado sujetándome con fuerza excesiva de los brazos, me llevaron de nuevo a mi fría celda.


-Pues no te has largado. –murmuró Billy desde su litera una vez los gorilas hubieron cerrado la puerta.

-Aún. –mascullé con rabia. Eso faltaba, que me echase mi fracaso en cara.

Ninguno de los dos volvimos a hablar. Al rato después de acostarme, conseguí recuperar el sueño.

No duró mucho.

Me incorporé envuelto en sudor, cerca del amanecer. Pasó un rato hasta que mi vista se acostumbró a la oscuridad reinante en la habitación, tiempo que aproveché en recuperar el aliento. Por fin, me hallé solo ante el silencio; calma en el Infierno. Sólo se oía la respiración de mi compañero de celda, en la parte de arriba de su litera. Al menos alguien dormía.

Un goteo lejano participó del silencio de la noche. Apoyé la mejilla en el frío de la pared, a mi lado, aun con la vista perdida en la oscuridad del dormitorio –si es que se le podía llamar así-.

Echaba de menos a Alex. Se me retorció el estómago, y los escalofríos propios de la fiebre me recorrieron de arriba abajo. Me abracé a mí mismo para entrar en calor, o intentarlo. Echaba de menos a Ophelia.

Echaba de menos mi casa, aun con lo horribles que eran mis padres. Quería mi guitarra. Quería mi habitación, quería mi cama y que mi hermana viniese a refugiarse en mis sábanas cuando las pesadillas la asolasen. Quería dormir abrazado a ella, saberla segura entre mis brazos, escuchar su calmada respiración una vez hubiera conciliado el sueño. El contacto con la pared se volvió aun más gélido, tanto que tuve que apartarme, el calor de la pesadilla se me había pasado, volviendo al helor natural del correccional elvenpathita. Aquello me trajo un poco a la realidad.

Lamentarme nunca me había servido de nada, hacía años que había aprendido eso. En lugar de perder el tiempo en echar de menos cosas, debía luchar para alcanzarlas. Costase lo que costase.

Y eso era lo que rondaba mi cabeza mientras mantenía la vista en un punto fijo; mi principal objetivo, salir de allí.

La reacción de Anne había sido una decepción de las gordas, una bofetada en plena geta, pero no era el fin del mundo. Para variar, yo, impaciente como el que más, me había adelantado mucho, había actuado antes de tiempo. Igual que la lengua me iba más rápido que el cerebro casi siempre. Pero en fin, con esa negativa rotunda me había apaciguado –o quitado las ganas de vivir-, ahora necesitaba tener la mente fría y no sufrir un ataque de ansiedad. Encontraría otra manera, sin ayuda de Anne.

Y eso, por desgracia, solo me llevaba a un plan que no quería seguir. Lo más arriesgado que se le podía ocurrir a un pirado como yo… Secuestrar a Anne cuchillo en mano y amenazar con matarla si no me dejaban salir. Lo más sencillo y bestia que se me podría pasar por la cabeza; así mismo lo más eficaz y rápido.

“Intenta, por una vez en tu vida, no hacer la primera locura que te ronda la sesera”, me dije, “piensa un poco, se razonable…”. Mierda. El único capaz de serenarme y hacerme reflexionar con calmado juicio no era sino Alex, a veces Ophs. Por eso nos complementábamos los tres tan bien. Meneé la cabeza para sacudirme la melancolía de encima. Pensaría algo, algo que pudiese funcionar y para lo que no tuviese que hacer sangrar a nadie. Volvería a verlos. Nos encontraríamos, lucharíamos, venceríamos. Me convencí y me tranquilicé, al fin.


El jueves amanecí despejado, el matarratas en polvo que me dio Anne había funcionado, y la fiebre se había largado a joder a otro.

A las siete de la mañana, como todos los malditos días, las puertas de las celdas se abrieron automáticamente. Los gorilas se encontraban disipados por todas partes, de brazos cruzados y mirada amenazante; como retándonos a que nos atreviésemos a hacer algo raro. Siguiendo mi rutina, me levanté, hice la cama, me puse el uniforme (igual que el pijama pero con más botones), me aseé, recogí con esfuerzo la marea negra de mi cabellera en una coleta baja y salí de la celda. Billy siempre esperaba un rato desde que yo abandonaba la celda para salir él; una forma de dejar claro que no tenía nada que ver con el traidor de Macabria. Lo entendía, y no le recriminaba nada. Allí cada uno hacía lo que podía por salvar al pellejo, y bastante sabía yo que en la jaula de los leones estaba solo.

Bajé las escaleras con calma, intentando por una vez no ser el centro de atención de los guardias. Estaba tranquilo, al menos hasta que noté un par de ojos clavados en mi nuca. ”¿Quién coño tiene ganas de sangre tan temprano?”, me pregunté con molestia, girándome. No había nadie.

No le di más importancia, y completé el recorrido hasta la cafetería sin más contratiempos. Otro desayuno de mierda compuesto por cosas que ni siquiera parecían comestibles.

Como cada día, me senté en el lugar más apartado, completamente solo. A veces me daban ganas de partirme de risa al pensar que aquello era como el colegio de nuevo; volvía a ser el marginado al que todos querían cargarse. Aunque esta vez fuese más literal. Con todo, cuando Alex fue a visitarme, semanas atrás, me recordó que si había alguien capaz de sobrevivir a aquella situación; era yo. Pero el idiota de Alex me tenía en un pedestal, y mira que me había visto meter la pata de forma catastrófica varias veces. Mi amigo era demasiado bueno para aquel mundo, él mismo decía que en la cárcel no dudaría ni dos minutos… Y joder, cuánto lo echaba en falta allí dentro.

Eso pasaba por mi cabeza mientras miraba el plato de mierda puta que tenía delante. Era el tipo de comida que, si tenías hambre, te la quitaba. Difícilmente probaría bocado esa mañana. A mí lo que me apetecía era un jodido té.

Di un respingo cuando noté a alguien sentarse delante de mí, en el banco pintado de amarillo que hacía de asiento para la mesa rectangular, igualmente amarilla. Le lancé una mirada asesina al intruso que dejaba claro que si no se largaba de allí en menos de dos minutos se iba a tragar mi bandeja entera. Sin embargo, al lanzarle dicha mirada me encontré con un crío. No debía pasar de los once años, aunque su cabello, de un castaño tan claro que parecía rubio, revuelto, y sus pecas le conferían un aspecto aún más infantil. Cuando se dio cuenta de que le estaba mirando, me dirigió una amplia sonrisa que mostraba un par de dientes mellados. Sus ojos dorados parecían afables, pero lejos estaba de fiarme de nadie.

-Largo. –chisté.

El niño no dejó de sonreírme, y que no se acobardara ante mí me dio a entender que quería que le partiese la cara.

-Solo estoy comiendo. –se excusó, encogiéndose de hombros. Tenía las facciones redondeadas, con los mofletes marcados, así como le aparecían hoyuelos en las mejillas al sonreír. Su aire inocente no me convencía, había algo de pícaro en su mirada. Me acordé del Lazarillo de Tormes, ese clásico de la literatura española que nos obligaron a leer en el colegio.

-Pues vete a otro lado. –exigí, aunque después me volví a mi plato y traté de desayunar algo, ignorando al crío.

Sentía la mirada del chaval fija en mí, y en su sonrisa había algo parecido a ilusión. ¿Qué mierda le pasaba? ¿Estaría mal de la olla? Me decidí por pasar de él, ya se largaría. Terminé rápido el plato de puré de plátano (que más bien sería sucedáneo de plátano mutante) y me levanté del banco. Tiré los restos de la bandeja y la dejé en su sitio antes de salir al patio.

-A ver qué haces hoy, Rainy. Te estamos vigilando. –me espetó uno de los guardias.

Le miré enarcando una ceja y pasé de responderle -a esas horas no tenía respuestas para nadie-, saliendo finalmente al exterior.

Había ya gente allí, aunque la mayoría seguía desayunando. Acabé por subirme a los grandes tubos de hormigón dispuestos de forma horizontal formando una pirámide. Llegué al último y me senté. El cielo estaba tan encapotado como siempre, aunque los altos muros del reformatorio frenaban el viento helado que sacudía la ciudad por esas fechas. Dirigí mi violeta hacia arriba buscando el final de los muros, el cielo, la libertad. No había azul, sino el océano de gris que componía el techo de la ciudad. Desde abajo, pude ver a dos grajos sobrevolar el reformatorio, ligeros y libres. Los grajos eran típicos de mi tierra. Se  les solía confundir con los cuervos, pero éstos eran más pequeños y bastante más torpes; me resultaba  unos bichejos graciosos. Los pájaros en general me gustaban. De pequeño soñaba cada noche que tenía alas, que podía huir por la ventana de mi habitación volando cuando quisiera. Desde crío, soñaba con ser libre cual pájaro. ”Libre…” Sobre decir cuánto los envidiaba.

Me quedaba un cigarrillo escondido en la manga de la camisa, que siempre llevaba remangada hasta el codo. Hacía un frío acojonante, como cada día en Elvenpath. Las casas de las familias adineradas, en el Norte, tenían calefacción debajo del parqué, de forma que no te enterabas de la temperatura del exterior. Y por ello para un norteño debería ser más difícil soportar ese clima, con tan sólo una manga de camisa y en diciembre. Sin embargo, como ya deberíais saber; yo no era un norteño, sino un hijo adoptivo del Sur. O al menos lo era… El caso es que me había criado en las calles, a pesar de los intentos de mis padres por encerrarme; siempre encontraba la forma de salir. Y en las calles, tanto del Norte como del Sur, era donde había pasado la mayor parte de mi vida. De crío, me dedicaba a jugar y gamberrear con Alex, y después… bueno, a gamberrear a lo hardcore con Macabria. Sí, echaba de menos esa época. Sonará mal que lo mejor de mi vida –también lo peor- haya sido un grupo terrorista, pero no era así en sus comienzos. Al principio luchábamos por una causa común, teníamos principios, Fé –sí, por primera vez creía en algo-… Luego todo se complicó.

La sensación de que me miraban fijamente volvió a invadirme. Mordí el cigarrillo con rabia y busqué con la mirada al espía. El niño de antes seguía contemplándome, desde abajo, al pie de los tubos, me dirigía los mismos ojos ilusionados. Resoplé con desesperación. Si fuese un poco más mayor, ya le habría dejado claro a quién no debía molestar; pero era un niñato, hasta yo tenía mis límites.

-Que te pires. –le gruñí desde arriba, con el cigarro aun entre los dientes. No dejó de sonreír. Ni de mi último cigarro podía disfrutar. Lo apagué con cuidado contra el hormigón y volví a guardármelo, junto al mechero de Jack Daniel’s.

Bajé de un salto y marché hacia el gimnasio, con el pensamiento de desfogarme con el saco de boxeo.

No había llegado ni a la mitad del pasillo y ya tuve la certeza de que el chaval de los cojones iba detrás de mí. ”Suficiente.”

Miré disimuladamente a un lado y otro; ni al frente ni a los lados se veía vigilante alguno. Sabiendo esto, giré sobre mí mismo e intercepté el cuello de la camisa del crío, quién soltó una exclamación. Cogiéndolo de ahí, lo estrellé contra la pared.

-Quién coño eres y porque me sigues. –solté en un siseo furioso. Por fin conseguí resultarle intimidante, tanto que no conseguía hablar, sino balbucear.

-M-me llamo Gustav. –su voz era un hilillo. Bufé.

-¿Y a mí eso qué? Te he preguntado quién eres, no tu nombre. –mascullé, levantándolo del cuello hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo.

-Soy… amigo de Alex. Del orfanato…

Lo solté como si quemase, tan rápido que cayó de culo al suelo. Los niños del orfanato eran sagrados; eran la familia de mi amigo.

-¿Y se puede saber porqué me sigues? –cuestioné, apoyándome en la pared y mirándolo desde arriba. El tal Gustav no se había levantado del suelo aún, sino que se frotaba las adoloridas posaderas. Rodé los ojos y lo puse en pie de un tirón de su camisa naranja. De brazos cruzados frente a él, esperé su respuesta.

-Te llevo vigilando mucho tiempo y…

-¿Vigilando? –lo corté, sobresaltado. La palabra me producía paranoia aguda, y no sin motivos.

-¡No! Quería decir espiando… -mi gesto empeoró, por lo que el niño decidió cambiar de palabra. -¿observándote? –titubeó al final. Asentí, eso sonaba menos preocupante. –Pues llevaba mucho observándote, pero no sabía cómo acercarme… Siempre estás rodeado de gente que intenta matarte y en peleas, o en la enfermería. –rezongó, hinchando los mofletes como ofendido.

-Eh, que preferiría estar tomándome un whiskey en un bar, pero es lo que toca. –me defendí. A ver si ahora resultaba que el estar todo el día luchando por salvar el culo era elección mía.

-¿Jack Daniel’s? –sonrió emocionado. –Alex nos contaba que te gustaba el Jack Daniel’s. –celebró, feliz de conocer algo de mí por oídas. Eso me tranquilizó, confirmaba que el crío no había mentido.–También decía que te gustaba el té, pero eso era una broma, ¿no? –quiso saber, estudiándome con la mirada. Deseé transformarme en serpiente y huir reptando bajo sus piernas, pero me limité a apartar la mirada y resoplar.

-Chaval, que no has terminado de contarme porque me llevas acosando toda la mañana. –espeté, evadiendo la pregunta anterior.

-¡Ah, sí, sí! –recordó.

-Vosotros dos, ¿qué tramáis? –intervino una tercera voz, más grave que las nuestras. Di un respingo y me giré en su dirección. Uno de los guardias, uno de los más gilipollas, caminaba hacia nosotros. Su mano se deslizaba hacia la porra que colgaba de su cinto, y sus ojos observaban a Gustav de arriba abajo, extrañado de que me estuviese relacionando con alguien sin golpes ni palabrotas.

Le lancé una rápida mirada al crío. Si lo consideraban amigo mío, se podía dar por muerto.

-Le advertía que me dejase pasar. –murmuré, de mi habitual mal humor. –Aire, niñato. –le bufé al castaño. Él se apartó sin rechistar, notablemente asustado por la presencia del gorila.

Seguí con mi camino sin mirar a ninguno de los dos, deseando desesperadamente que el vigilante se largara por donde había venido y dejase en paz a Gustav. Ya sabía que el chaval no era ninguna amenaza, pero no debía volver a hablar con él si no quería ser responsable de su muerte.


Las horas del gimnasio pasaron lentas, aunque era sin duda lo más entretenido que podía encontrar en el centro. Mientras superaba mi récord de abdominales seguidos, que ya iba por los setenta –tenía mucho tiempo libre, eh-, era consciente de las miradas de mis queridos compañeros. Casi sentía sus ojos rodar por la superficie de mi piel, buscando puntos débiles. Matándome a hacer ejercicio sin pausa les debía dejar claro que era resistente –además de terco como una mula-, y que por tanto no iban a acabar conmigo así como así. Lo llevaba demostrando desde el primer enfrentamiento directo con el primer recluso; cinco meses atrás. ¿Es que no aprendían? ¿Les gustaba que les cosiera la boca a ostias, patearas sus estómagos y quebrase sus huesos? Qué grima. Al menos en el colegio y los diversos institutos que había pisado habían aprendido a temerme, con verme cabreado una vez era suficiente para no volver a acercárseme. Pero, aunque a veces lo pareciese, aquel lugar no era un centro educativo, era una mini-prisión –que no tenía nada que envidiarle a una auténtica prisión-.

Después de llegar al abdominal setenta y cinco, tuve que parar. Me dejé caer sobre la colchoneta y boqueé en busca de aire unos instantes. Sabía que el tío de la coletilla pelirroja no me había quitado el ojo de encima desde que había entrado por la puerta, pero parecer relajado era clave en aquel lugar. Debían creer que no tenía ningún miedo, y quizá fuese cierto. No les tenía miedo, no como tal… Rara vez había sentido auténtico miedo, lo que sentía allí sólo era alarma, tensión.  Si temía algo era que Ophelia estuviese en peligro, que la hubiesen encontrado, que alguno de esos hijos de puta le hubiese puesto la mano encima…

Era ese miedo lo que me impedía rendirme; era el amor por mi hermana y mi mejor amigo lo que me mantenía a flote, dispuesto para la batalla.

Una vez mis músculos se decidieron a obedecerme tras el sobreesfuerzo, me levanté, me coloqué la toalla sobre los hombros y, secándome el sudor con ella, emprendí la marcha hacia las duchas. El tío de la coletilla pelirroja seguía observándome, y lo vi moverse antes de salir yo del gimnasio.

Las duchas eran un trauma. El momento en que más expuesto, desprotegido y vulnerable me encontraban, ya que eran compartidas y no había nada que me cubriese de nadie. Dos peleas en las duchas habían tenido lugar ya. Ambas habían acabado de forma desastrosa… para mis atacantes. El caso es que me obligaba a estar con los sentidos alerta bajo el agua, no suponía ni de lejos un momento de descanso.

Me desprendí del horrible uniforme naranja en un segundo, pero deshacerme la coleta fue más difícil; mi pelo era una maraña de nudos y enredos. Me peiné con los dedos cuando lo conseguí y caminé bajo el chorro de agua helada. Un gruñido escapó de mis labios al sentir el inmenso frío del agua. Con esa cara de gato malhumorado al que han obligado a bañarse, me fui lavando. Cuando mi cuerpo se hubo acostumbrado al gélido aliento del agua sobre mi piel, me permití tararear “Anarchy in the U. K.”.

El sonido de la ducha y el murmullo de mi voz formaban eco en el vacío de aquella zona, que cas parecía una cueva de hormigón y losas blancas mal pegadas. Fue entonces cuando algo lo interrumpió. A penas había hecho ruido, pero a esas alturas ya notaba la presencia de alguien cuando lo tenía tras de mí. Me giré a la velocidad de la luz y enganché del cuello a mi atacante, lanzándolo sin pensar contra la pared para alejarlo de mí. Y le habría sacudido un puñetazo de no haberme encontrado con la cara de un crío acojonado.

Gustav, sentado en el suelo contra la pared de losas blancas, se cubría el rostro con los brazos mientras temblaba de pies a cabeza.

Bajé el puño con abatimiento, aunque debería haberle dado.

-Tú quieres que te mate o algo. –decidí.

-¡N-no podrías conmigo! –se defendió, descubriéndose lentamente para mirarme con el ceño fruncido.

-Levanta del suelo, subnormal. –ordené, caminando hacia la media pared donde había dejado la toalla.

Me la enrollé alrededor de la cintura, y cuando volví a mirar a el chaval, se había levantado ya y, muy erguido, trataba de recuperar su dignidad. No podía evitar que me hiciese gracia, aunque sabía bien que el entretenimiento del niño-acosador tenía que terminar ya.

-Llevaba buscándote un rato. –se explicó. –Quería que hablásemos… a solas. –completó la frase en voz muy baja y mirando hacia todos lados, paranoico.

-Y me atacas en la ducha. –bufé, sarcástico, apartándome algunos empapados mechones del rostro para ver mejor al crío. Él se encogió de hombros. Mené la cabeza con reprobación y exhalé un hondo suspiro. –Genial. Pues dime lo que sea pero ya. Me estoy congelando. –mascullé.

-¡Sí, sí!

-Oye, y cuando termines de hablar, te largas y no vuelves a seguirme, ¿eh? –lancé una mirada preocupada hacia la puerta, esperando que nadie irrumpiese mientras el chaval seguía ahí. -¿Te ha visto alguien entrar? –cuestioné, sin mirarle.

El gesto de Gustav se contorsionó en una mueca altamente ofendida.

-¿Por quién me tomas? –bramó, cruzándose de brazos.

Lo miré de arriba abajo.

-Por un crío que se mea en los pantalones. –contesté con desfachatez. El chaval abrió mucho sus ojos dorados.

-¡Yo no hago eso! ¡El suelo estaba mojado!

Hice un aspaviento con la mano, dejando claro que no lo creía.

-¡Que sí! ¡Si me has tirado tú! ¡No soy un crío, tengo doce años! –esputó, con los puños apretados por la rabia.

Al verlo tan enano y tan cabreado, no pude contener más una carcajada. Con el enfado, le había salido un leve acento ruso, lo que explicaba lo extraño de su nombre; Gustav debía ser de ascendencia rusa. Me acerqué a él y le revolví el pelo.

-Tranquilo, chico. –sonreí con malicia. –Es normal que los niños de ocho años os hagáis pipí encima. –me burlé. Gustav se puso aún más rojo de ira.

-¡Pues ahora no te digo lo que venía a decirte! –se mosqueó.

Alcé una ceja y aparté la mano de su enmarañada cabellera castaña pajiza.

-¿Qué tienes que decirme? –quise saber, cruzándome de brazos para adoptar la pose intimidante otra vez. Gustav dejó su cabreo infantil para ponerse serio.

-Escucha, Ethan… -murmuró, bajando el tono y acercándose a mí para que sólo yo pudiese oírlo. No había nadie más, pero comprendía su paranoia; allí las paredes tenían oídos. Yo mismo me agaché para aproximarme a su altura. –He oído a un tío comentar en el desayuno que te iban a colar drogas bajo el colchón. –susurró. Arrugué el morro; no me sorprendía.

-Seguro que ése está compinchado con algún guardia para jugármela y que me caigan un par de años en prisión. –farfullé. Lo raro es que no lo hubiesen intentado antes. Me aparté del chico para estudiarlo con la mirada. -¿Tú cómo te has enterado?

Gustav se irguió orgulloso y puso los brazos en jarras.

-Si quiero, puedo ser invisible. Me infiltro enseguida y nadie se da cuenta. –sonrió con fanfarronería. Asentí sin expresión.

-Porque eres enano. –entendí. Su orgullo se desmoronó y volvió a cabrearse.

-¡Que no! Soy sigiloso.

-Enano. Te cuelas por cualquier rincón porque eres enano.

El ruso emitió un gruñido de frustración y estuvo a punto de patalear, pero acabó por resoplar.

-Bueno, pues ya sabes lo de la conspiración. –alegó.

-Seh. Gracias, chaval. –le otorgué. -Ahora largo, creo que voy a morir de hipotermia si no me visto.

Asumí que se marcharía sin más, y le di la espalda para quitarme la toalla y empezar a ponerme los pantalones. Notaba al chico detrás de mí aún, así que antes de vestirme si quiera la camisa, me volví a él.

-Eh, que te pires. –mascullé. –No vuelvas a seguirme, ni tan siquiera a hablarme, ¿entendido? –el crío me miraba con cara de cachorrito enfurruñado. No me gustaban los perros. –Venga, fuera. Si te pillan de conversación conmigo te matan, Gus. –traté de convencerle, armándome de paciencia. No me apartó la mirada ni presentó indicio de movimiento. Me crucé de brazos, empezando a mosquearme. –Gustav, venga, aire.

Lo pillé mirando fijamente los tatuajes que cubrían mi brazo izquierdo.

-¿No te dolieron? –soltó de pronto, acercándose un par de pasos para mirarlos más de cerca. Rodé los ojos con desesperación.

-Gus… -murmuré.

Al chaval se le veía feliz investigando los dibujos de mi piel, lleno de repentina curiosidad. Observándolo mejor, más de cerca, con esa cara de pillo inocente, me preguntaba qué habría hecho para estar allí. Aunque las leyes de Elvenpath condenaban a los sureños por cualquier cosa, fueran apenas unos niños. Y encima un huérfano… Ya debía tener sangre fría el juez que lo condenara a pasar por allí; si tenía algún tipo de inocencia, allí se la matarían.

-¿Y qué significan? –siguió, alegremente. ”Tiene que sentirse muy solo aquí dentro, lejos de sus hermanos del orfanato...” La maldita vena dramática de los Rainy me torturaba con pensamientos como ese. De pronto me sentía responsable de aquel chico, y eso me asustó. ”Ah, no, bastante tengo con cuidar de mí y preocuparme por los míos”.

-Nada. –le corté, apartándolo de mí de un leve empujón. -Fuera, chaval. Déjame en paz un rato. –exigí, ya de malas maneras.

Acabé por girarme otra vez para terminar de vestirme. Estaba helado después de pasar tanto tiempo mojado y cubierto sólo por una toalla, sobre todo teniendo en cuenta el frío infernal que hacía en esa zona. Abroché el último botón y me froté los brazos para entrar en calor. Echándome la toalla al hombro, me di la vuelta para salir de allí. Y no, Gustav ya no estaba.

Reconozco que sentí una punzada de decepción, o quizá remordimientos. En cualquier caso, si lo mandaba a paseo era por su bien. Era muy joven para ganarse mis enemigos.


La noche había caído varias horas atrás cuando los guardias decidieron que era el momento de acostarse. El timbre sonó y las pesadas puertas de las celdas se abrieron de forma automática.  Ya nos estaban conduciendo como a borregos hacia nuestras jaulas en el momento en que vi a alguien salir de mi celda. Entre la muchedumbre, no supe adivinar quién coño era, pero por la mirada que me dirigía el colgado de la coletilla pelirroja en el gimnasio, apostaría a que era él el que trataba de jugármela.

”Te equivocas de capullo”, pensé con rabia antes de aumentar el ritmo de mis pasos, colándome entre la gente todo lo disimulada y rápidamente que pude.

Subí las escaleras de dos en dos hacia la segunda planta, donde se hallaba mi suite. Llegué antes que Billy, y sólo al darle la vuelta al colchón con todo mi mal genio di con una bolsita de hierba. Me cagué en la madre del autor de la fechoría. Sin embargo, la historia de cómo me libré de esa mierda no pienso contarla para que, si algún día os encontráis en esa misma situación, os tengáis que buscar la vida como hice yo. Me maldeciréis cuando recordéis el momento en el que Ethan Rainy os podía haber dado la solución; pero me la suda.


Viernes por la tarde. Gustav caminaba por el pasillo que conducía al gimnasio y las duchas, cuando una mano le agarró del cuello de la camisa y tiró de él hasta internarlo en la oscuridad de la pequeña sala de limpieza.  Antes de que el crío pudiera gritar, la puerta se cerró tras él. Una cutre bombilla colgando del techo ofrecía toda la luz de la que hacía gala la sala. Sólo aquel resplandor anaranjado y el destello rojizo de un cigarrillo encendido.

-¿Cómo has… abierto? –murmuró el chaval con los ojos como platos, sin entender la forma en la que había conseguido meterme en aquella sala. Todo el mundo sabía que aquello estaba siempre cerrado con llave.

 Le enseñé un pequeño trozo de alambre doblado. Pertenecía al somier de mi cama, los alambres estaba hechos mierda; no había resultado muy difícil arrancar un pedazo. Y abrir era aún más fácil; sobre todo si eras un experto en manipular cerraduras con horquillas. El ruso asintió, aún asombrado.

 Le di una honda calada al cigarro.

-Sí que tienen significado. –comenté, imponiendo el humo que salía de mis labios como cortina entre ambos.

-¿Qué…?

-Mis tatuajes. Sí que tienen significado. –sonreí, remitiéndome a nuestra última conversación. Él me devolvió la sonrisa.

-Lo sabía.

Terminé lo poco que quedaba del cigarrillo y lo tiré al suelo, pisándolo después.

-Cada uno simboliza un amigo muerto. –noté como sus ojos se abrían de par en par. –Excepto éste. –estiré el brazo ante él y señalé uno que ocupaba una amplia zona del interior de la parte más alta del brazo.

-¿Es una flor?

-Una orquídea morada.- expliqué –Simboliza a mi hermana.

-Ophelia… -comprendió, demostrando una vez más los conocimientos sobre nosotros que había adquirido de Alex. El ruso se acercó más al tatuaje, tratando de estudiarlo con la escasa luz que ofrecía aquella pobre bombilla.

Cuando se apartó, dando por saciada su curiosidad, me bajé la manga para cubrir el brazo.

-Eh, tenías razón con lo de la trampa. –le felicité. –Te debo una, enano. –agradecí, revolviéndole su ya de por sí revuelto pelo.

-Tsk, pues claro. Yo siempre tengo razón. –fanfarroneó, hinchando el pecho cual pavo. Reí entre dientes.

-Creo que podríamos ser cómplices, Gustav. –comenté. –No me sobran aliados.

-¡Ya somos cómplices! –me espetó. –Los amigos de Alex son mis amigos. Después de lo que hizo por Jimmy, estaba claro que todos los huérfanos nos pondríamos de su parte aunque se enemistara con… -tragó saliva y bajó la voz antes de decirlo. –… Macabria.

-¿Jimmy? –quise saber. Buscando en mi mente las batallitas de Alex, no encontré a ningún Jimmy. A no ser…

-Sí. El chico al que… en la Iglesia…

-Vale, vale, ya. –le corté; no quería recordar esa historia. Abusaron de ese chaval, y Alex en venganza prendió fuego a la iglesia con el repugnante cura dentro.

Además de aquella trágica historia, Alex gastaba la mitad de lo poco que ganaba en los chicos del orfanato. Él siempre decía que no quería que los chavales pasaran por lo que él; verse reducidos a vagabundos o ladrones con doce años porque en el orfanato no hay recursos para mantenerlos. Esa idea le aterrorizaba, así que hacía lo que estaba en su mano por procurarles una vida a los chicos.

Por todo aquello, era lógico que los huérfanos lo adorasen.

-Aliados, entonces. –me aseguré, alargando la mano para hacer el tradicional choque de puños.

-Aliados. Pero no me llames Gustav… Prefiero Gus.


Los días se sucedieron con rapidez después de aquél viernes de diciembre. Faltaban dos semanas para Navidad; pero allí a nadie le importaba lo más mínimo. Pasaría y ni nos enteraríamos. Yo era el primero al que aquella fiesta hipócrita y consumista se la sudaba. Pero aproveché bien el tiempo. Gus y yo nos veíamos en secreto cuando podíamos: en la habitación de la limpieza o en las duchas. Un día se burló diciendo que parecíamos “Romeo y Julieta”, con tantas quedadas a escondidas. Le respondí con una colleja.

Como decía, aprovechamos bien el tiempo. Él se encargaba de avisarme de cualquier conspiración contra mí, por lo que la convivencia me resultó más fácil. Empecé a dormir más tranquilo, aunque aún tenía pesadillas. Pero al menos podía relajarme un poco más, sin dejar de estar alerta lo justo y necesario. Yo, en compensación por su trabajo de espía, empecé a impartirle clases de pelea callejera. Con mis bases en boxeo, krav maga y la mezcla de artes marciales que había ido absorbiendo, le enseñé a dar un puñetazo sin hacerse daño –algo que aprendió mejor que mi hermana, por mucho que yo la quiera-, a controlar la fuerza de los golpes y, sobretodo, a esquivarlos.

Por otro lado, cada día se empeñaba en que le contase la historia de un tatuaje, la historia de un compañero perdido. Me había endurecido e insensibilizado lo suficiente para poder relatarle aquellas cosas sin pestañear. Y puede que algún relato le causara pesadillas.


Era ya jueves cuando, después de que el chaval aprendiese a esquivar bien del todo los puñetazos directos, y sentados en el suelo de las duchas, me confirmó un tema del que veníamos hablando aquellos días.

-Tenéis el completo apoyo de los huérfanos, Ethan. –sonrió entusiasmado Gustav, mostrando su diente mellado. –Ya te dije que los amigos de Alex son los amigos de los chicos del orfanato. –informó. –Lucharemos por vosotros si nos lo pedís.

¿Luchar por nosotros? La sensación de saber por fin que los tres traidores de Macabria no estábamos solos, me tranquilizó enormemente. ¿Iba en serio? ¿Luchar? Su gesto era solemne y su mirada sincera, rebosaba ganas de emprender batalla. Si los demás huérfanos eran como él, quizá teníamos una oportunidad. Todo parecía solucionado, pero me quedaban dudas.

-Dime, Gustav… ¿tenéis contacto con los orfanatos del resto del país?–cuestioné, francamente interesado.  El  ruso dudó ligeramente.

-Bueno… Yo no, pero hay chicos que sí. Algunos tienen incluso hermanos en otros orfanatos del Norte. Pero no sé si los hay con los orfanatos de todo el país. –cruzó las piernas y, apoyando el codo sobre su muslo, dejó el peso de la cabeza en el puño, en gesto pensativo. –Tendría que preguntarlo.

Asentí.

-Tú no tienes las llamadas restringidas, ¿verdad? –quise saber.

Una sonrisa pilla se fue extendiendo por su pecoso rostro.

-Tengo algo mucho mejor. –susurró. Mirando hacia ambos lados, como comprobando que no había indicios de nadie más, se metió la mano en los pantalones. Estaba a punto de soltarle un puñetazo en la cara, cuando sacó de allí un pequeño teléfono móvil. Más que sorpresa, mi expresión delataba admiración divina. ¡Un teléfono, un jodido teléfono! Me controlé lo suficiente como para no lanzarme sobre él, quitarle el aparato y huir haciendo la croqueta. Gus se mostraba satisfecho ante mi mirada de adoración.

-Niñato, eres un puto genio. –musité. El chaval rió entre dientes. -¿Por qué coño no lo habías sacado antes?

-Lo sé, soy genial. Me ha costado sacarlo de la habitación… -explicó. –Pero, Ethan, hay muy poco saldo. Mis hermanos del orfanato me lo recargan cuando pueden, y aun así apenas puedo usarlo. –despegó su mirada dorada del móvil para dirigirla hacia mí. –Excepto en casos de vida o muerte.

-Como éste. –me apresuré a recordarle. Gus asintió con cierta tristeza, volviendo a mirar su teléfono, la única vía para contactar con su “familia”. –Oye… -me apiadé. Le debía mucho al chaval, quizá me pasaba de abusivo…–Sólo serán unos minutos. –cambié de posición, sacando una pierna para tenerla flexionada, en lugar de cruzada con la otra, y apoyé una mano sobre el suelo para mantenerme. –¿No querías formar el Escuadrón de Alex?

-El Escuadrón de Ethan, en realidad. –sonrió de lado.

Arrugué la nariz.

-Eso suena a mierda. ¿El Escuadrón de los Niños?

-No somos niños. –gruñó el ruso entre dientes. Luego me miró de arriba abajo, meditabundo. -¿El Escuadrón de la Orquídea Morada?

Di un respingo, y seguí su mirada hasta dar con lo que él observaba; el tatuaje dedicado a Ophelia. Al pensar en ella, el corazón se me encogió.

-El Escuadrón de la Orquídea. –acepté. Luego meneé la cabeza. Una vez elegido el nombre, tenía que saber si existía dicho escuadrón fuera de Elvenpath. –Vale, orquídeo, -bromeé.-necesito que te informes de cuántos huérfanos disponemos. Si las hazañas de Alex y las nuestras han llegado hasta el sur del país, quiero que pongas a toda criatura sin padres a vigilar Amoris Ville. Al más mínimo movimiento que apeste a Macabria, que te avisen.

-Y yo te aviso a ti. –comprendió.

-Exacto. También a Alex. –suspiré con cansancio y me llevé una mano al entrecejo, donde sentía un alfiler atravesándome los sesos. –Sobre todo a Alex. –cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos cuando el dolor menguó un poco. Mi salud iba a su bola, y aquellos días me estaba sobre esforzando. -Quiero huérfanos espías, quiero tener ojos en todas partes aun estando aquí a ciegas. –dicho esto, me levanté del suelo del baño, me quité la toalla y me vestí con el asqueroso uniforme naranja.

Gustav aún seguía sentado en el suelo, mirándome como nueva admiración.

-Eres el mejor general del mundo.

Aparté la vista para dirigirla al techo, como rogando al Cielo. ”Esto es un juego para el dichoso crío”

-Sí, vale. Pues levanta el culo, tenemos trabajo que hacer. –presioné, terminando de abrocharme la camisa.

Gus se levantó de un salto y me hizo el saludo militar. Me sacó una ligera sonrisa, tras la que relajó la postura. Yo estaba ya a punto de salir por la puerta.

-Ethan. –me llamó entonces. Me detuve, pero no me giré. -¿Qué vas a hacer tú mientras los pongo a todos en movimiento? –quiso saber el chiquillo.

Le miré de soslayo y extendí una sonrisa divertida.

-Lo de siempre, chico: sobrevivir.

Algo que resultaría más fácil ahora que sabía que teníamos una posibilidad de ganar aquella guerra.