-Ophs… -lo oí gemir junto a mi
cuello, cerca del oído. Su aliento cálido me erizó la piel. Me mordí el labio
inferior y cerré los ojos, dejando que la sensación me embriagara.
Estaba echado sobre mí,
apoyado sobre las manos, que se localizaban cada una a un lado de mi cabeza,
sobre el colchón. Lo notaba presionar mi entrepierna, y me faltaba el aire. Me
agarré a su espalda, a la camiseta que aun cubría su cuerpo. La ropa me estorbaba,
la suya y la mía. Separó sus labios de mi garganta para volver a mirarme a los
ojos. Tenía el rostro encendido, le brillaban las pupilas y respiraba
acaloradamente. Con la mano con la que no me aferraba a su camiseta, le
acaricié la mejilla, perdiéndome en el cielo borrascoso de su mirada. El
momento de calma y contemplación no duró mucho. Pronto desvió la vista hasta
mis labios y se pasó la lengua por los suyos, como un lobo hambriento. Al
instante, su boca se apropiaba de la mía con ansia. Correspondí con la misma
intensidad, desplazando la mano libre hasta su nuca, para asir de él.
Quería más contacto, mas roce, más de él en mí. Quería devorarlo, fundirnos en
uno.
Aun no sabía qué demonios
tenía aquel idiota de cabello rojo para atraerme tanto, y cuanto más lo pensaba,
menos sentido le veía. Pero la mayoría de las cosas que pasaban por mi cabeza
carecían de lógica o razón. La mayoría parecían destinadas a destruirme.
Una de sus manos se movió
rápida de mi cadera a mi trasero, alzándolo para aumentar la presión entre mis
muslos. Gruñí de placer y sorpresa entre sus labios. El corazón me iba a
estallar. Instintivamente arqueé la espalda, correspondiendo a su deseo. No
pude evitarlo, y me separé de él para soltar un gemido. El pelirrojo hundió el
rostro en mi cuello y dejo escapar un quejido ronco. Para mi fastidio, acabó
por incorporarse. Los latidos desorbitados de mi corazón me ensordecían, estaba
mareada, como en una nube, y al separase de mí sentí que despertaba de nuevo a
la realidad.
Antes de preguntarle qué iba
mal, él respondió.
-No aguanto más. –su voz sonó
ronca mientras me contemplaba con una expresión de hambrienta fiereza.
Sin dar más explicaciones, se
deshizo de su camiseta negra, hizo una bola con ella y la lanzó al suelo con
rabia. Deleité a mis ojos con la visión de su torso desnudo, que parecía
esculpido por el mejor de los artistas de la Antigua Grecia. Los abdominales se
le marcaban con sutileza, con suavidad, como si no pretendieran estar ahí. Lo
recorrí con la mirada, casi podía notar como mis pupilas se agrandaban ante la
agradable vista. El conjunto de su escultural cuerpo lo completaban unos
fuertes pectorales, que de nuevo no eran exagerados ni obscenos, no como los de
los tipejos embadurnados en aceite que aparecen en las revistas de culturistas,
no; no eran desmedidos, sino perfectos, en armonía con todo él. En armonía con
su mandíbula afilada, su nariz recta, la sonrisa pícara de sus labios y el
ardor incontenible de sus rasgados ojos oscuros. Noté como mi respiración se
agitaba. Era perfecto, era mío, y estaba deseando tomarlo.
Volvió a echarse sobre mí,
besándome con ira ciega, tan fuerte que de no estar tan excitada me habría
hecho daño. Mientras, sus manos acariciaban ambos lados de mi cadera, que
quedaba descubierta ya que la camiseta se me levantaba al estar recostada,
dejando a la vista tan sólo una rendija de piel desnuda. Su caricia subió, esta
vez bajo la ropa. Notaba las durezas de sus manos de guitarrista, pero la aspereza
sólo me estimuló más. Sus palmas estaban calientes, y por una vez mi piel
también. Ascendió de hueco de mi cadera hasta contornear la curva de mi
cintura. Sin darme cuenta, le dejé que me fuese quitando la camiseta. Cuando
llegó a arriba, yo misma le ayudé a que se deshiciera de la prenda, y por fin
quedamos piel con piel; ambos cuerpos calientes y ávidos de más contacto.
Los besos ahora subieron más
de tono, así como las caricias se dirigían a sitios más peligrosos.
Oprimió uno de mis pechos por
debajo del sujetador, al tiempo que su lengua se enredaba con la mía, y comenzó
a masajearlo. Nuevos gemidos escaparon de mis labios, y
ésta vez formaban su nombre.
Clavé las uñas en su espalda,
pero no parecía que le hiriese, todo lo contrario, avivaba su deseo aún más. La
presión de su entrepierna contra la mía subía y bajaba, estimulándome hasta hacerme
delirar.
La mano que antes se había
adueñado de mi pecho fue descendiendo por mi torso desnudo, pasando por el
vientre para empezar a internarse en mis
destrozados vaqueros negros.
Fue entonces cuando todo el
calor que poseía mi cuerpo se desvaneció.
Sentí peligro. Miedo. El frío
sobrevino de pronto, congelando mis músculos. No podía moverme.
La mano de Castiel había
llegado hasta colocarse sobre mi ropa interior, pero no se arriesgó más al
notar mi falta de reacción. El mundo que antes giraba sin control sobre mí,
animándome a perder la cabeza, olvidar los tabúes, olvidar los miedos y dejarme
ir, se había detenido en seco. Y yo estaba mareada del viaje.
-Apártate. –una voz que no
parecía mía ascendió desde mi garganta. –Apártate, por favor.
De inmediato, abandonó el
interior de mi ropa, pero no se apartó de mí, como le había pedido. Lo oía
luchar por controlar su agitada respiración, pero no podía volver mi mirada
hacia él, ni siquiera mis ojos me respondían. Tampoco tuvieron que hacerlo; el
pelirrojo avanzó para mirarme, preocupado, y se encontró con mis orbes violetas
abiertos de par en par, con la vista perdida en el techo. Yo tampoco respiraba
con regularidad, y sólo cuando Castiel se atrevió a rozar mi mano fui
consciente de que estaba temblando.
-Si no te apartas empezaré a
gritar. –advertí con voz mustia. –Por favor.
Su tacto ahora era sucio,
nuestro deseo era enfermizo y su mirada lasciva e insultante. El cambio de un
instante a otro había sido tan radical que estaba asustada de mí misma. La
habitación se había vuelto del revés y tenía náuseas. “¿Qué coño estoy haciendo?”
Al final me obedeció, y fue
alejándose lentamente, como temiendo hacer algún movimiento brusco que
despertara mi lado más peligroso; el del animal acorralado. No sería la primera
vez que le atacaba en una situación así. Quise llorar de impotencia y rabia,
pero me contuve.
-Lo siento. –murmuró. -¿Estás
bien?
No pude contestar, tenía los
ojos tan llenos de lágrimas que a la mínima se derramarían.
-Ophs… Ophs, lo siento. Perdóname,
me he pasado. No iba a hacer nada que no quisieras, Ophs, de verdad… Ah, joder,
que imbécil soy. –comenzó a soltar atropelladamente. –Eh, venga, deja de
temblar. Me ha apartado, ¿ves? –rogó, al tiempo que se levantaba de la cama y
permanecía junto a ella, dejando claro que había bastante distancia entre
nosotros.
Yo continuaba concentrada en
no perder la poca cordura que me quedaba. Mi cuerpo temblaba sin control, y no
respondía a mis órdenes de moverse, de hacer algo. Volvía a estar como estuve
para Ezequiel; como una muñeca viviente. Castiel podría hacer lo que quisiera conmigo
y no había forma de que me defendiese. Otra vez. Otra vez la impotencia, el
inmenso dolor, la crueldad de Ezequiel apropiándose de cada centímetro de mi
piel, de cada traza de mi alma. Y yo indefensa, temblorosa y lloriqueando. Otra
vez. Las escenas se sucedían en mi mente, y no daba con el botón de “stop”.
-Tranquilízate… -suplicó,
comenzando a entrar en pánico. -Por favor, Ophelia, cálmate. No voy a hacerte
daño. Me moriría antes de hacerte daño. –se calló viendo que nada de lo que
dijera funcionaba, que nada me hacía despertar del trance. No podía despegar mi
vista de techo, así que no lo veía, pero si oí como en un último intento
murmuraba con pesar un “Te quiero, Ophs”.
Te quiero, Ofelia, mi dulce
Ofelia..., la voz de Ezequiel repitió a Castiel, pronunciando mi nombre en
español. Y ojalá pudiera hacerlo de otra forma. He estado soñando este
momento mucho tiempo, mi vida… Pero no así. Desearía darte placer… Sin embargo,
me has obligado a hacerte daño. Me gustaría decir que será rápido, pero mi
deber es prolongar tu sufrimiento. Ojo por ojo, diente por diente. Ya sabes
cómo funciona esto, amor mío.
Veía su sonrisa, el brillo
diabólico del hielo de sus ojos. Podía sentirlo respirarme en el pelo,
acariciar mi menudo cuerpo inocente. Profanar mi virtud. Arrebatarme el alma.
Despojarme de mi cuerpo, de mi mente, de todo lo que daba vida a Ophelia Rainy.
Se hizo con todo y me convirtió en su muñequita, en su juguete. Tanto me
arrebató, que incluso ahora no lo había recuperado. No era dueña de mi cuerpo,
ni de mi mente, ni siquiera de mi corazón. Lo que le dije a Castiel la noche de
fin de año era verdad; aun era suya. De no ser así, no estaría en ese momento
tan helada, tan asustada y tan débil. Los recuerdos me martilleaban la cabeza,
revolviéndome el estómago. Sentía la sangre caliente entre mis piernas.
-¡Haz que pare! –rogué al
final, logrando moverme para tumbarme de lado y encogerme en posición fetal.
Seguía temblando sin control. Tenía las mismas náuseas que cuando el efecto de
la droga pasó. -¡Joder! –maldije, notando una arcada ascenderme por la
garganta. Castiel debía pensar que estaba completamente loca, y eso sólo me
enfurecía aun más.
-Eh, eh, venga. –lo oí decir,
más cerca de mí. Ignorando mis peticiones de que no me tocase, se acerco hasta
oprimirme un brazo con cariño. -¿Tienes frío? –comenzó, y apenas le salía la
voz. -¿Quieres algo? ¿Me voy? ¿Quieres que me vaya? –preguntó apurado. -Ophs,
dime que hago.
Su voz me trajo a la realidad,
volví a respirar, puesto que había estado conteniendo el aire unos instantes
sin ser consciente.
-No te vayas. –dejé escapar.
Parpadeé un par de veces, había estado apretando los ojos y ahora veía borroso.
Me pasé la lengua por los labios, hinchados y adoloridos por los salvajes besos
de pelirrojo, mientras mi visión se iba aclarando. Me centré en el contacto de
su mano sobre mi hombro. –O… o sí… -dudé. -¿Puedes… traerme una taza de té?
Hice un esfuerzo sobrehumano
para girar la cabeza y mirarle. Con ello, vi como su gesto se relejaba,
aliviado.
-Claro, no tardo nada. –sonrió
con dificultad.
Me soltó, y no tardó mucho en
desaparecer tras la puerta. Creí que no viviría para ver a un Castiel tan
servicial, pero en el fondo de mi ser sabía que sólo lo hacía porque se sentía
culpable. Como si mi ataque de ansiedad hubiese sido culpa suya.
Cuando estuve segura de que
volvía a tomar control sobre mi cuerpo, me enrollé en el edredón nórdico a
rayas rojas y negras que cubría su cama, sobre el que habíamos estado todo el
tiempo, y me bajé de ésta. Protegida del frío y aún a pasos tambaleantes, salí
de la habitación y caminé por el pasillo. No quedaba nadie despierto, sólo la
luz de la cocina quebraba la oscuridad. Procurando no hacer ruido, me interné
en el baño. Mi estómago seguía bamboleándose como si estuviese en una montaña
rusa, y no podía contener más las arcadas. Me dejé caer de rodillas al suelo,
abrí la tapa del váter y dejé escapar por mi garganta el ácido que me carcomía
las entrañas.
-Nadie te ha drogado. –me dije,
como ida. –Nadie te ha drogado ahora, idiota. -Un sollozo emergió de mi
garganta, pero me cubrí la boca con ambas manos para no hacer ningún ruido. Lo
último que le faltaba a Castiel era verme así. -Has cenado pizza, estás bien… No
hay nada raro dentro de ti. Nadie te ha drogado… -insistí, luchando contra el
llanto y los fantasmas de pasado. –Él nunca te haría eso… Él nunca…
-¿Ophs? –se escuchó al otro
lado de la puerta.
-S-sí, estoy aquí. Salgo
enseguida. –me apresuré a contestarle, aunque mi voz sonó débil. Me aclaré la
garganta. –Un minuto.
-Bueno, pues si el té se queda
frío no lo pienso calentar. Que no soy tu mayordomo, ya no vives en esa casa
pija de Elvenpath. –me recordó con tono mosqueado que tan sólo pretendía
devolver la situación a la normalidad. Una sonrisa se deslizó por mis labios.
-Lo sé… -contesté con un tono
más de persona viva.
Cogí aire y lo solté
lentamente, después apoyé los codos en la taza del váter y descansé la frente sobre
mis manos. Estaba sudando. Debía tener un aspecto realmente horrible, como de
resacosa. Un nuevo recuerdo de las manos de Castiel bajando por mi abdomen me
hizo vomitar de nuevo.
“Nunca te perdonaré por esto, Ezequiel… Ni tan siquiera la muerte podrá
redimirte.”
Me limpié los labios y la
barbilla con agua, tiré de la cadena, reuní toda la entereza que me quedaba y
salí al pasillo, aún envuelta en el edredón. El pelirrojo me esperaba al otro
lado de la puerta. No llevaba mi té.
-¿Estás mejor? –me preguntó
con su voz más suave, la preocupación brillaba en sus preciosos ojos oscuros.
Asentí levemente. –Lo sien-…
Le tape la boca antes de que
terminase la oración y sonreí sin fuerzas.
-No es culpa tuya, no vuelvas
a disculparte.
Y dicho esto, le solté y eché
a andar hacia la habitación todo lo dignamente que pude a pesar de ir envuelta
en la ropa de cama de mi mejor amigo. Él caminó tras de mí y cerró la puerta a
su espalda cuando llegamos a nuestro objetivo.
-No me has hecho el té. –le eché
en cara, con expresión grave, antes de girarme hacia él.
-Dudo que ni siquiera a ti te
apetezca té en este momento. Y menos a las dos de la mañana, teniendo en cuenta
lo de tu serio caso de insomnio. –culminó, cruzándose de brazos para dedicarme
una mirada burlona, con su típico gesto de la ceja arqueada y una sonrisa mal
disimulada en los labios. Resoplé con cansancio.
-Tú ganas. –confirmé.
Y para darle más expresividad
a mi derrota, solté el edredón y me abrí de brazos. Olvidándome de la gravedad,
que fue la que me dejó descubierta de cintura para arriba ante sus ojos. Solté
un chillido agudo y me apresuré a agarrar la manta y taparme de nuevo. Lo oí
reír con ganas.
-Ophs, hace sólo veinte
minutos que yo mismo te he quitado la camiseta, ¿de qué esperas que me asuste? –me
recordó con humor. –Desde luego, eres más idiota… -rió. Le saqué la lengua y me
subí a la cama.
Rebusqué bajo la almohada
hasta dar con mi pantalón de pijama, agarré también la camiseta que se había
quitado el pelirrojo minutos atrás, y con ello conformé mi ropa de dormir.
-Creía que el idiota eras tú…
Al menos eso has dicho antes. –una sonrisa perversa se adueñó de mi rostro
mientras se lo iba rememorando. Me quité los pantalones de espaldas a él y me
vestí con el pijama.
-Agh, cállate. –refunfuñó,
comenzando a vestirse con su propio pijama, también dándome la espalda. Terminó
antes que yo, y se subió a la cama de rodillas, avanzando a cuatro patas hasta
llegar tras de mí, que estaba sentada en el filo.
-“Mi problema eres tú y mi
problema soy yo…” –comencé a imitarle, exagerando el tono dramático.
-Ah, joder, calla. –insistió.
Me abrazó desde detrás, pegándome contra su pecho. Apoyó el mentón en mi hombro,
y en seguida noté que le ardía la cara por la vergüenza.
-“Yo soy un imbécil y tú eres
tan inteligente y maravillosa, oh, bella Ophelia…” –continué. No tuvo más
remedio que reírse avergonzado y hundir la naricilla en mi cabello,
ocultándose.
-¿Es que no piensas parar?
Agh, quién me mandará abrir la boca… -rió entre dientes.
-“Si te pierdo moriré entre
horribles sufrimientos, oh ángel de amor”-insistí, y al minuto lo noté hacerme
cosquillas para callarme. Solté otro chillido y pataleé, tratando de zafarme de
él.
Rodamos por la cama en una
especia de lucha, entre risotadas. Acabé por quedar yo encima, sujetándole las
manos sobre la cabeza en el colchón.
-Ajá. –celebré. –La norteña
sale victoriosa de nuevo.
-Ophs, sigues sin camiseta. –me
dijo de pronto. Lo solté de inmediato para cubrirme con las manos, roja como un
tomate. Él vio la ventaja y me tumbó a mí, recuperando la posición dominante.
-Mierda. –gruñí. Esperaba que
volviese a torturarme con más cosquillas, pero en lugar de eso se aproximó
hasta besarme.
-Ahora sí estás mejor. –sonrió.
–Hace rato que te estoy tocando y no has dicho nada.
Ronroneé ante el contacto de
sus labios.
-Gracias. –murmuré. Él alzó
una ceja, extrañado. –Por aguantar mis idas de olla. Cualquiera habría salido
huyendo ya. –sonreí con timidez. Él volvió a acariciar mi boca con la suya.
-Cualquiera… -reconoció. –cualquiera
del que no hubieras tenido que aguantar sus propias idas de olla.
-Estamos completamente locos. –decidí,
sin que esto pareciera importarme mucho.
-Pues a mí no me importa,
mientras estemos juntos. –sonrió de lado, acariciando mi mejilla con el reverso
de la mano.
-Mientras estemos juntos. –corroboré,
procurando que él no notase la angustia que se palpaba en el trasfondo de mi
voz, el dolor que brillaba dentro de mis iris violeta.