Empujón. Patada en los talones.
Empujón.
El ritual de siempre, el mismo
recorrido, las mismas odiosas losas verdes del pasillo. Así, llegué a la
enfermería. Después de despertarme de una pesadilla, y presa de un auténtico
ataque de ansiedad al saberme encerrado y alejado de aquello que daba sentido a
mi vida, había llamado a los guardias para que me llevasen a la enfermería.
Tenía una idea en mente que necesitaba que funcionase. No era nada parecido a
un plan genial, pero requería con urgencia ver a Anne, sincerarme con ella y
explicarle cómo estaban las cosas. No me gustaba pedir nada a nadie, pero
necesitaba ayuda.
Los gorilas me sujetaban tan
fuerte que imaginé que tendría moratones al día siguiente, aunque poco me
importaba portar más heridas de guerra a esas alturas.
Atravesé la puerta de metal que
daba a la enfermería y llegué de dos traspiés frente a Anne. La enfermera dijo
algo que no escuché, y los guardias contestaron otra cosa de la que no me enteré.
Aún me miraba los pies, con la cabeza gacha en gesto sumiso; no porque quisiese
parecerles inofensivo, sino porque estaba mareado después del angustioso sueño
de unos eternos minutos atrás.
Por fin, los guardias se fueron,
y el portazo de la puerta me sirvió de incentivo para alzar la mirada.
Anne tenía el ceño fuertemente
fruncido. La luz de los fluorescentes del techo se reflejaba en sus gafas, pero
aun así podía ver sus grandes orbes verdes centellear cargadas de preguntas. A
mí me dolían los ojos de tenerlos abiertos. Ya sabéis, de la falta de sueño.
Sinceramente, estaba cansado y
hecho mierda en general, pero no quería preocupar a la pelirroja, y me
esforzaba por mejorar mi humor. Finalmente, rompí el silencio de la sala con un
burlón:
-¿Tienes fuego, muñeca?
La pelirroja torció el gesto y
frunció aún más el ceño.
-¿Qué? –gruñó. –Me han dicho que
te estabas desangrando, Ethan. –siseó, cabreada. Y su enfado iba en aumento.
-Si sólo querías molestar podrías dedicarte a molestar a otra. No estoy aquí
para entretenerte. Son las cuatro de la mañana y quiero irme a casa. –soltó
atropelladamente, de un notable mal humor.
“¡Aborten misión!”
-Oye, cálmate, que yo no te
obligo a estar aquí. –pedí suavemente… o algo así.
Anne resopló y meneó la cabeza.
-Lo siento. Llevo aquí doce
horas, esto es abusivo. –suspiró.
-Lo que yo te diga, son unos
nazis. –murmuré, caminando hasta sentarme al borde de la camilla. Anne sonrió
levemente. ”Prueba superada”.
-Entonces, ¿estás bien? –se
acercó con precaución, mirándome más detenidamente. –Cuando saliste de aquí
esta tarde…
-Estoy bien. –la corté. –Más o
menos. –cogí aire antes de seguir. –La verdad es que venía a… -miré de soslayo
a la enfermera. Podía confiar en ella, ¿no? Bueno, tampoco tenía más opción.
–Quería pedirte un favor, Anne.
Y volvió su ceño fruncido.
-Ethan, yo…
-Déjame terminar. –sonreí,
buscando tranquilizarla. Me puse en pie y comencé a dar vueltas a la sala, tan repentinamente
nervioso que no podía estarme quieto. –Bueno, sabes que tengo una hermana,
¿verdad? –giré el rostro para mirarla.
Ella asintió.
-Ophelia, ¿no es así?
–Sí. Pues lo que hice, lo de
disolver Macabria y todo eso, afecta también a Ophs… Ophelia. –rectifiqué. –No
soy el único al que intentan quitarse de en medio. Y ahora ella está sola en
otra ciudad y… -se me quebró la voz. La imagen mental de Ophs, mi Ophs, sola
tan lejos de casa y a merced de quien quisiera hacerle daño… Me podía. -Anne,
tienes que ayudarme. –la angustia volvió a instaurarse en mis entrañas. Mi
mirada suplicante dejaba bastante claro lo desesperado que me sentía. –Ophelia
y yo somos como dos partes de un todo y
si le pasara algo mientras yo estoy aquí… Si alguien volviese a hacerle daño
sin que yo pudiese hacer nada salvo observar desde la distancia… Joder, Anne,
no puedo pasar por eso otra vez. No… no podría vivir con más cargo de
conciencia.
El verde de su iris no se había
despegado ni un segundo del violeta de los míos.
-Ethan… -murmuró, asombrada, y
solo entonces bajó la mirada. –No sé qué podría hacer yo…
”Oh, venga ya.”
-Bueno, en realidad eres la única
que puede hacer algo. –sonreí de lado y avancé un par de pasos hacia ella,
quien se sonrojaba a medida que acortaba la distancia. –Anne, cielo… Tiene que
haber alguna forma de salir de aquí, ¿verdad?
Por fin, la pelirroja entendió
por dónde iba.
-Yo no… no puedo sacarte.
–retrocedió como atemorizada. Lo que me faltaba, que Anne me tuviese miedo. La
estaba cagando, la estaba cagando mucho. Pero ya había empezado, tenía que
sacar todas mis cartas ahora que podía. Tenía que convencerla como fuese.
-¿No puedes argumentar que tengo
alguna herida grave para que me manden al hospital? –dejé de avanzar y decidí
volver a sentarme en la camilla. –Sólo necesito eso, a partir de ahí me encargo
yo.
-No puedo, Ethan, lo siento.
–concluyó.
-Joder, Anne… Tienes que
entenderlo, necesito salir. No puedo dejarla sola. Mi hermana ya ha sufrido bastante…
Las normalmente suaves facciones
de la enfermera se habían endurecido. Cruzada de brazos, me miraba como si…
-No me crees, ¿verdad? –balbuceé
sorprendido. Su gesto no cambió un ápice. Una amarga sonrisa tomó forma en mi
rostro. –Pues claro, quién coño iba a creer a un recluso. Y menos a un pintas lleno de tatuajes y con
un historial delictivo del tamaño de la Torre Eiffel. –Bufé, y desvié la mirada. Mi última
esperanza se estaba quebrando delante de mis narices, sentía que me partía en
dos. ¿Ella también? ¿Ella también creía que merecía estar encerrado?
El silencio precedió a mis
palabras. Si la miraba de soslayo, podía ver como la enfermera se observaba los
pies apenada, apenada pero decidida. Tras unos minutos, tragué saliva, me pasé
la lengua por los labios, y me levanté de la blanca camilla. Avancé un par de
pasos vacilantes hacia ella.
-Anne…
La aludida alzó el rostro para
enfocar sin temor el violeta de mis ojos.
-No. –me cortó rápidamente. –No
eres el primero, Ethan. –murmuró, con cierta ira contenida en la voz. El verde
de su mirada se me antojó repentinamente feroz. –El primero que, viéndome tan
joven y tímida, me cree débil y trata de aprovecharse de ello-. Fruncí el ceño,
ofendido y sorprendido a partes iguales; y a punto estaba de soltarle alguna
cuando se me adelantó. Respirando con rudeza, volvió a dirigir su vista a la
mía. –Casi me lo había creído. –su voz subió un tono, más aguda, parecía luchar
para controlar el llanto. –Casi creía que de verdad te importaba, que éramos
como… como amigos. –echó la cabeza hacia atrás, se quitó las gafas y se frotó
el puente de la nariz, con una sonrisa cínica adornando sus graciosas
facciones. –Já. Qué estúpida puedo ser, dejarme cegar por una cara bonita. Como
si los chicos como tú se fijasen nunca en las chicas como yo. He sido una
estúpida. –se reprochó, tan furiosa consigo misma como conmigo.
-Oye, para ya. –le espeté,
molesto. Tenía un montón de palabras atragantándoseme en la garganta, mil
respuestas que podía haberle dado, mil maneras de desmentir sus palabras,
demostrarle lo equivocada que estaba. Y tantas eran, que no podían salir.
Me limité a mirarla como nunca la
había mirado; como a una más, otra pieza del correccional, de la ley. Lo único
que parecía brillar en medio de aquel caos infernal que estaba viviendo allí,
se había esfumado. Y creo que supo todo lo que pasaba por mi cabeza cuando me
miró a los ojos; había impuesto un muro entre nosotros. Sólo era “otra más”.
Cerré mis esferas violetas con
cansancio, y cuando volví a abrirlas, no quise mirarla. Esbocé una sonrisa
mortificada y chasqueé la lengua con fastidio. Intenté cruzarme de brazos, pero
las esposas no me lo permitieron, así que los dejé caer.
-Está claro que no queda nada
aquí para mí. –dije más para mí mismo que para la pelirroja. Aguardé unos
instantes, ella no contestó. –Aun así, lo preguntaré una vez más… -giré el
rostro para mirarla, no quedaba nada de amistoso en mi gesto. Estaba cansado,
cansado de verdad. -¿Hay alguna forma de salir de aquí? –siseé.
-No. –respondió de inmediato.
–Cumplir tu pena. O sufrir una herida que ponga en peligro tu vida, tanto que
no pueda curarse aquí.
-O ahorcarme en la celda. –gruñí
para mí. La noté dar un respingo.
-No digas estupideces. –siseó.
–Si no me vas a dejar inspeccionar nuevas heridas, deberías marcharte, Rainy.
“¿Rainy? ¿Ahora soy Rainy?” Avancé
un paso hacia la salida, pero me detuve. Me dolía todo el cuerpo, lógicamente,
por los palos recibidos. Ya que estaba ahí, podría darme algo para el dolor.
Para eso estaba, ¿no? Era la enfermera… Sólo la enfermera. Giré sobre mis pasos
y volví a la camilla para sentarme. Desabroché la camisa y la miré sin ganas,
esperando a que se acercara. Al destaparme, su rostro se contorsionó en una
mueca de dolor.
Ninguno de los dos dijo nada. La
enfermera cogió sus gasas y comenzó con la cura. Gasas para las heridas, pomada
para los moratones. Yo ni siquiera había mirado como llevaba los golpes,
imaginaba que tendrían la forma exacta de las porras con las que me habían
sacudido, pero prefería no mirar.
-Habrás pasado fiebre. –titubé la
pelirroja, aun centrada en su labor. Me encogí de hombros. Anne se separó de mí
y me miró a los ojos, su usual preocupación volvía a estar ahí. Alzó la mano
que tenía libre y me la puso sin miramientos sobre la frente. Su mano estaba
helada, me recorrió un escalofrío. –Dios, Ethan, estás ardiendo.
Volvió a sonar como siempre, como
si todo lo anterior no hubiese ocurrido; eso aflojó el nudo de mi garganta.
-Garr, I’m on fire. –bromeé, sin ganas,
más por costumbre que por otra cosa. Lo cierto es que, ahora que lo decía, me
pesaba mucho la cabeza. Quizá por eso estaba tan cansado y había tenido aquella
maldita pesadilla. Todo tenía sentido.
No hizo caso a mi coña, y fue con
prisas a llenarme un vaso de agua de la garrafa que tenía por allí. Cogió un
sobre de un cajón y vertió los polvos en el vaso de plástico, removiéndolo
después con una cucharita del mismo material. Luego me lo puso delante las
narices para que lo tomase. Como es normal, tener las muñecas esposadas
dificultaba la labor de coger un vaso y llevármelo a los labios, pero lo
conseguí, y me lo tragué de una. Se lo devolví vacío y arrugué el morro.
-Aag, ¿qué era eso, matarratas?
–bufé. No se me quitaba el sabor óxido de la boca. –Puaj. Esa mierda debería
ser ilegal.
-No seas crío. –me recriminó. Se
giró para tirar el vaso a la basura y, aun sin darse la vuelta para mirarme, me
echó. –Ya puedes irte.
Bajé de la camilla de una, bruto
como siempre, de forma que me mareé instantáneamente. Anne me sujetó por los
hombros. De repente estábamos muy cerca. La pelirroja me apartó el pelo del
rostro con algo parecido a una caricia, aun conservando la preocupación en su
mirada. ¿Se suponía que estábamos haciendo las paces? Nada, podía haber compartido
útero con una; pero nunca entendería a las mujeres. Sujetándome con una mano,
trató de guardar algunos ondulados mechones azabaches detrás de mi oreja con la
otra, en vano. Mi melena se empeñaba en ir a su bola, casi siempre cruzándose por mi cara sin remedio; de ahí
que normalmente la llevase recogida.
Aprovechando la cercanía, apoyé
mi frente en la suya, haciéndome hueco entre su flequillo. La piel de la
enfermera estaba fresca, lo que suponía un enorme alivio para el sofoco que
cubría la mía.
-Anne… sácame de aquí. –susurré,
débil, casi parecía un ruego. Yo, que nunca rogaba a nadie… Cerré los ojos con
cansancio desmedido. –Tengo la sensación de que no voy a salir vivo de ésta.
Los presos, los guardias o la enfermedad me acabarán matando aquí dentro.
Le pelirroja seguía acariciándome
el pelo, en completo silencio. No parecía que fuese ni a pensárselo.
-No puedo. –murmuró al final.
Abrí los ojos. El violeta se
enfrentó al verde unos instantes, después me aparté de ella. Estaba claro que
me había equivocado con ella; yo no le importaba una mierda.
-Espero que recuerdes este
momento cuando llegue aquí tan mal que no puedas salvarme. O cuando reciba una llamada avisándome de la
muerte de mi hermana. Lo que ocurra antes. –bufé, caminando hacia la puerta sin
mirarla. –Espero que seas plenamente consciente entonces de que tú podrías
evitarlo, y no hiciste nada. –volví a lanzarle una mirada que, aunque manchada
por la fiebre, no dejaba de ser feroz. Una parte de mí se moría por abrazarla
al verla dolida por mis palabras; pero la contuve. Anne desvió la vista,
acobardada. –Eso, aparta la mirada. -esbocé una sonrisa cínica. –Dios, eres
como todos los demás.
Dicho eso, le di la espalda para
dar dos toques en la puerta con los nudillos, a la espera de que los guardias
me sacasen de allí. Así fue, con uno a cada lado sujetándome con fuerza
excesiva de los brazos, me llevaron de nuevo a mi fría celda.
-Pues no te has largado. –murmuró
Billy desde su litera una vez los gorilas hubieron cerrado la puerta.
-Aún. –mascullé con rabia. Eso
faltaba, que me echase mi fracaso en cara.
Ninguno de los dos volvimos a
hablar. Al rato después de acostarme, conseguí recuperar el sueño.
No duró mucho.
Me incorporé envuelto en sudor,
cerca del amanecer. Pasó un rato hasta que mi vista se acostumbró a la
oscuridad reinante en la habitación, tiempo que aproveché en recuperar el
aliento. Por fin, me hallé solo ante el silencio; calma en el Infierno. Sólo se
oía la respiración de mi compañero de celda, en la parte de arriba de su
litera. Al menos alguien dormía.
Un goteo lejano participó del
silencio de la noche. Apoyé la mejilla en el frío de la pared, a mi lado, aun
con la vista perdida en la oscuridad del dormitorio –si es que se le podía
llamar así-.
Echaba de menos a Alex. Se me
retorció el estómago, y los escalofríos propios de la fiebre me recorrieron de
arriba abajo. Me abracé a mí mismo para entrar en calor, o intentarlo. Echaba
de menos a Ophelia.
Echaba de menos mi casa, aun con
lo horribles que eran mis padres. Quería mi guitarra. Quería mi habitación,
quería mi cama y que mi hermana viniese a refugiarse en mis sábanas cuando las
pesadillas la asolasen. Quería dormir abrazado a ella, saberla segura entre mis
brazos, escuchar su calmada respiración una vez hubiera conciliado el sueño. El
contacto con la pared se volvió aun más gélido, tanto que tuve que apartarme,
el calor de la pesadilla se me había pasado, volviendo al helor natural del
correccional elvenpathita. Aquello me trajo un poco a la realidad.
Lamentarme nunca me había servido
de nada, hacía años que había aprendido eso. En lugar de perder el tiempo en
echar de menos cosas, debía luchar para alcanzarlas. Costase lo que costase.
Y eso era lo que rondaba mi
cabeza mientras mantenía la vista en un punto fijo; mi principal objetivo,
salir de allí.
La reacción de Anne había sido
una decepción de las gordas, una bofetada en plena geta, pero no era el fin del
mundo. Para variar, yo, impaciente como el que más, me había adelantado mucho,
había actuado antes de tiempo. Igual que la lengua me iba más rápido que el
cerebro casi siempre. Pero en fin, con esa negativa rotunda me había apaciguado
–o quitado las ganas de vivir-, ahora necesitaba tener la mente fría y no
sufrir un ataque de ansiedad. Encontraría otra manera, sin ayuda de Anne.
Y eso, por desgracia, solo me
llevaba a un plan que no quería seguir. Lo más arriesgado que se le podía
ocurrir a un pirado como yo… Secuestrar a Anne cuchillo en mano y amenazar con
matarla si no me dejaban salir. Lo más sencillo y bestia que se me podría pasar
por la cabeza; así mismo lo más eficaz y rápido.
“Intenta, por una vez en tu vida,
no hacer la primera locura que te ronda la sesera”, me dije, “piensa un poco,
se razonable…”. Mierda. El único capaz de serenarme y hacerme reflexionar con
calmado juicio no era sino Alex, a veces Ophs. Por eso nos complementábamos los
tres tan bien. Meneé la cabeza para sacudirme la melancolía de encima. Pensaría
algo, algo que pudiese funcionar y para lo que no tuviese que hacer sangrar a
nadie. Volvería a verlos. Nos encontraríamos, lucharíamos, venceríamos. Me
convencí y me tranquilicé, al fin.
El jueves amanecí despejado, el
matarratas en polvo que me dio Anne había funcionado, y la fiebre se había
largado a joder a otro.
A las siete de la mañana, como
todos los malditos días, las puertas de las celdas se abrieron automáticamente.
Los gorilas se encontraban disipados por todas partes, de brazos cruzados y
mirada amenazante; como retándonos a que nos atreviésemos a hacer algo raro.
Siguiendo mi rutina, me levanté, hice la cama, me puse el uniforme (igual que
el pijama pero con más botones), me aseé, recogí con esfuerzo la marea negra de
mi cabellera en una coleta baja y salí de la celda. Billy siempre esperaba un rato
desde que yo abandonaba la celda para salir él; una forma de dejar claro que no
tenía nada que ver con el traidor de Macabria. Lo entendía, y no le recriminaba
nada. Allí cada uno hacía lo que podía por salvar al pellejo, y bastante sabía
yo que en la jaula de los leones estaba solo.
Bajé las escaleras con calma,
intentando por una vez no ser el centro de atención de los guardias. Estaba
tranquilo, al menos hasta que noté un par de ojos clavados en mi nuca. ”¿Quién coño tiene ganas de
sangre tan temprano?”, me pregunté con molestia, girándome. No había nadie.
No le di más importancia, y
completé el recorrido hasta la cafetería sin más contratiempos. Otro desayuno
de mierda compuesto por cosas que ni siquiera parecían comestibles.
Como cada día, me senté en el
lugar más apartado, completamente solo. A veces me daban ganas de partirme de
risa al pensar que aquello era como el colegio de nuevo; volvía a ser el
marginado al que todos querían cargarse. Aunque esta vez fuese más literal. Con
todo, cuando Alex fue a visitarme, semanas atrás, me recordó que si había
alguien capaz de sobrevivir a aquella situación; era yo. Pero el idiota de Alex
me tenía en un pedestal, y mira que me había visto meter la pata de forma
catastrófica varias veces. Mi amigo era demasiado bueno para aquel mundo, él
mismo decía que en la cárcel no dudaría ni dos minutos… Y joder, cuánto lo
echaba en falta allí dentro.
Eso pasaba por mi cabeza mientras
miraba el plato de mierda puta que tenía delante. Era el tipo de comida que, si
tenías hambre, te la quitaba. Difícilmente probaría bocado esa mañana. A mí lo
que me apetecía era un jodido té.
Di un respingo cuando noté a
alguien sentarse delante de mí, en el banco pintado de amarillo que hacía de
asiento para la mesa rectangular, igualmente amarilla. Le lancé una mirada
asesina al intruso que dejaba claro que si no se largaba de allí en menos de
dos minutos se iba a tragar mi bandeja entera. Sin embargo, al lanzarle dicha
mirada me encontré con un crío. No debía pasar de los once años, aunque su
cabello, de un castaño tan claro que parecía rubio, revuelto, y sus pecas le
conferían un aspecto aún más infantil. Cuando se dio cuenta de que le estaba
mirando, me dirigió una amplia sonrisa que mostraba un par de dientes mellados.
Sus ojos dorados parecían afables, pero lejos estaba de fiarme de nadie.
-Largo. –chisté.
El niño no dejó de sonreírme, y
que no se acobardara ante mí me dio a entender que quería que le partiese la
cara.
-Solo estoy comiendo. –se excusó,
encogiéndose de hombros. Tenía las facciones redondeadas, con los mofletes
marcados, así como le aparecían hoyuelos en las mejillas al sonreír. Su aire
inocente no me convencía, había algo de pícaro en su mirada. Me acordé del
Lazarillo de Tormes, ese clásico de la literatura española que nos obligaron a
leer en el colegio.
-Pues vete a otro lado. –exigí,
aunque después me volví a mi plato y traté de desayunar algo, ignorando al
crío.
Sentía la mirada del chaval fija
en mí, y en su sonrisa había algo parecido a ilusión. ¿Qué mierda le pasaba?
¿Estaría mal de la olla? Me decidí por pasar de él, ya se largaría. Terminé
rápido el plato de puré de plátano (que más bien sería sucedáneo de plátano
mutante) y me levanté del banco. Tiré los restos de la bandeja y la dejé en su sitio
antes de salir al patio.
-A ver qué haces hoy, Rainy. Te
estamos vigilando. –me espetó uno de los guardias.
Le miré enarcando una ceja y pasé
de responderle -a esas horas no tenía respuestas para nadie-, saliendo
finalmente al exterior.
Había ya gente allí, aunque la
mayoría seguía desayunando. Acabé por subirme a los grandes tubos de hormigón
dispuestos de forma horizontal formando una pirámide. Llegué al último y me
senté. El cielo estaba tan encapotado como siempre, aunque los altos muros del reformatorio
frenaban el viento helado que sacudía la ciudad por esas fechas. Dirigí mi
violeta hacia arriba buscando el final de los muros, el cielo, la libertad. No
había azul, sino el océano de gris que componía el techo de la ciudad. Desde
abajo, pude ver a dos grajos sobrevolar el reformatorio, ligeros y libres. Los
grajos eran típicos de mi tierra. Se les
solía confundir con los cuervos, pero éstos eran más pequeños y bastante más
torpes; me resultaba unos bichejos
graciosos. Los pájaros en general me gustaban. De pequeño soñaba cada noche que
tenía alas, que podía huir por la ventana de mi habitación volando cuando
quisiera. Desde crío, soñaba con ser libre cual pájaro. ”Libre…” Sobre decir
cuánto los envidiaba.
Me quedaba un cigarrillo escondido
en la manga de la camisa, que siempre llevaba remangada hasta el codo. Hacía un
frío acojonante, como cada día en Elvenpath. Las casas de las familias
adineradas, en el Norte, tenían calefacción debajo del parqué, de forma que no
te enterabas de la temperatura del exterior. Y por ello para un norteño debería
ser más difícil soportar ese clima, con tan sólo una manga de camisa y en
diciembre. Sin embargo, como ya deberíais saber; yo no era un norteño, sino un
hijo adoptivo del Sur. O al menos lo era… El caso es que me había criado en las
calles, a pesar de los intentos de mis padres por encerrarme; siempre
encontraba la forma de salir. Y en las calles, tanto del Norte como del Sur,
era donde había pasado la mayor parte de mi vida. De crío, me dedicaba a jugar
y gamberrear con Alex, y después… bueno, a gamberrear a lo hardcore con
Macabria. Sí, echaba de menos esa época. Sonará mal que lo mejor de mi vida
–también lo peor- haya sido un grupo terrorista, pero no era así en sus
comienzos. Al principio luchábamos por una causa común, teníamos principios, Fé
–sí, por primera vez creía en algo-… Luego todo se complicó.
La sensación de que me miraban
fijamente volvió a invadirme. Mordí el cigarrillo con rabia y busqué con la
mirada al espía. El niño de antes seguía contemplándome, desde abajo, al pie de
los tubos, me dirigía los mismos ojos ilusionados. Resoplé con desesperación.
Si fuese un poco más mayor, ya le habría dejado claro a quién no debía
molestar; pero era un niñato, hasta yo tenía mis límites.
-Que te pires. –le gruñí desde
arriba, con el cigarro aun entre los dientes. No dejó de sonreír. Ni de mi
último cigarro podía disfrutar. Lo apagué con cuidado contra el hormigón y
volví a guardármelo, junto al mechero de Jack Daniel’s.
Bajé de un salto y marché hacia
el gimnasio, con el pensamiento de desfogarme con el saco de boxeo.
No había llegado ni a la mitad
del pasillo y ya tuve la certeza de que el chaval de los cojones iba detrás de
mí. ”Suficiente.”
Miré disimuladamente a un lado y
otro; ni al frente ni a los lados se veía vigilante alguno. Sabiendo esto, giré
sobre mí mismo e intercepté el cuello de la camisa del crío, quién soltó una
exclamación. Cogiéndolo de ahí, lo estrellé contra la pared.
-Quién coño eres y porque me sigues.
–solté en un siseo furioso. Por fin conseguí resultarle intimidante, tanto que
no conseguía hablar, sino balbucear.
-M-me llamo Gustav. –su voz era
un hilillo. Bufé.
-¿Y a mí eso qué? Te he
preguntado quién eres, no tu nombre. –mascullé, levantándolo del cuello hasta
que sus pies dejaron de tocar el suelo.
-Soy… amigo de Alex. Del
orfanato…
Lo solté como si quemase, tan
rápido que cayó de culo al suelo. Los niños del orfanato eran sagrados; eran la
familia de mi amigo.
-¿Y se puede saber porqué me
sigues? –cuestioné, apoyándome en la pared y mirándolo desde arriba. El tal
Gustav no se había levantado del suelo aún, sino que se frotaba las adoloridas
posaderas. Rodé los ojos y lo puse en pie de un tirón de su camisa naranja. De
brazos cruzados frente a él, esperé su respuesta.
-Te llevo vigilando mucho tiempo
y…
-¿Vigilando? –lo corté,
sobresaltado. La palabra me producía paranoia aguda, y no sin motivos.
-¡No! Quería decir espiando… -mi
gesto empeoró, por lo que el niño decidió cambiar de palabra. -¿observándote?
–titubeó al final. Asentí, eso sonaba menos preocupante. –Pues llevaba mucho
observándote, pero no sabía cómo acercarme… Siempre estás rodeado de gente que
intenta matarte y en peleas, o en la enfermería. –rezongó, hinchando los
mofletes como ofendido.
-Eh, que preferiría estar
tomándome un whiskey en un bar, pero es lo que toca. –me defendí. A ver si
ahora resultaba que el estar todo el día luchando por salvar el culo era
elección mía.
-¿Jack Daniel’s? –sonrió
emocionado. –Alex nos contaba que te gustaba el Jack Daniel’s. –celebró, feliz
de conocer algo de mí por oídas. Eso me tranquilizó, confirmaba que el crío no
había mentido.–También decía que te gustaba el té, pero eso era una broma, ¿no?
–quiso saber, estudiándome con la mirada. Deseé transformarme en serpiente y
huir reptando bajo sus piernas, pero me limité a apartar la mirada y resoplar.
-Chaval, que no has terminado de
contarme porque me llevas acosando toda la mañana. –espeté, evadiendo la
pregunta anterior.
-¡Ah, sí, sí! –recordó.
-Vosotros dos, ¿qué tramáis?
–intervino una tercera voz, más grave que las nuestras. Di un respingo y me
giré en su dirección. Uno de los guardias, uno de los más gilipollas, caminaba
hacia nosotros. Su mano se deslizaba hacia la porra que colgaba de su cinto, y
sus ojos observaban a Gustav de arriba abajo, extrañado de que me estuviese
relacionando con alguien sin golpes ni palabrotas.
Le lancé una rápida mirada al
crío. Si lo consideraban amigo mío, se podía dar por muerto.
-Le advertía que me dejase pasar.
–murmuré, de mi habitual mal humor. –Aire, niñato. –le bufé al castaño. Él se
apartó sin rechistar, notablemente asustado por la presencia del gorila.
Seguí con mi camino sin mirar a
ninguno de los dos, deseando desesperadamente que el vigilante se largara por
donde había venido y dejase en paz a Gustav. Ya sabía que el chaval no era
ninguna amenaza, pero no debía volver a hablar con él si no quería ser
responsable de su muerte.
Las horas del gimnasio pasaron
lentas, aunque era sin duda lo más entretenido que podía encontrar en el
centro. Mientras superaba mi récord de abdominales seguidos, que ya iba por los
setenta –tenía mucho tiempo libre, eh-, era consciente de las miradas de mis
queridos compañeros. Casi sentía sus ojos rodar por la superficie de mi piel,
buscando puntos débiles. Matándome a hacer ejercicio sin pausa les debía dejar
claro que era resistente –además de terco como una mula-, y que por tanto no
iban a acabar conmigo así como así. Lo llevaba demostrando desde el primer
enfrentamiento directo con el primer recluso; cinco meses atrás. ¿Es que no
aprendían? ¿Les gustaba que les cosiera la boca a ostias, patearas sus
estómagos y quebrase sus huesos? Qué grima. Al menos en el colegio y los
diversos institutos que había pisado habían aprendido a temerme, con verme
cabreado una vez era suficiente para no volver a acercárseme. Pero, aunque a
veces lo pareciese, aquel lugar no era un centro educativo, era una
mini-prisión –que no tenía nada que envidiarle a una auténtica prisión-.
Después de llegar al abdominal
setenta y cinco, tuve que parar. Me dejé caer sobre la colchoneta y boqueé en
busca de aire unos instantes. Sabía que el tío de la coletilla pelirroja no me
había quitado el ojo de encima desde que había entrado por la puerta, pero
parecer relajado era clave en aquel lugar. Debían creer que no tenía ningún
miedo, y quizá fuese cierto. No les tenía miedo, no como tal… Rara vez había
sentido auténtico miedo, lo que sentía allí sólo era alarma, tensión. Si temía algo era que Ophelia estuviese en
peligro, que la hubiesen encontrado, que alguno de esos hijos de puta le
hubiese puesto la mano encima…
Era ese miedo lo que me impedía
rendirme; era el amor por mi hermana y mi mejor amigo lo que me mantenía a
flote, dispuesto para la batalla.
Una vez mis músculos se
decidieron a obedecerme tras el sobreesfuerzo, me levanté, me coloqué la toalla
sobre los hombros y, secándome el sudor con ella, emprendí la marcha hacia las
duchas. El tío de la coletilla pelirroja seguía observándome, y lo vi moverse
antes de salir yo del gimnasio.
Las duchas eran un trauma. El
momento en que más expuesto, desprotegido y vulnerable me encontraban, ya que
eran compartidas y no había nada que me cubriese de nadie. Dos peleas en las
duchas habían tenido lugar ya. Ambas habían acabado de forma desastrosa… para
mis atacantes. El caso es que me obligaba a estar con los sentidos alerta bajo
el agua, no suponía ni de lejos un momento de descanso.
Me desprendí del horrible
uniforme naranja en un segundo, pero deshacerme la coleta fue más difícil; mi
pelo era una maraña de nudos y enredos. Me peiné con los dedos cuando lo
conseguí y caminé bajo el chorro de agua helada. Un gruñido escapó de mis
labios al sentir el inmenso frío del agua. Con esa cara de gato malhumorado al
que han obligado a bañarse, me fui lavando. Cuando mi cuerpo se hubo
acostumbrado al gélido aliento del agua sobre mi piel, me permití tararear
“Anarchy in the U. K.”.
El sonido de la ducha y el
murmullo de mi voz formaban eco en el vacío de aquella zona, que cas parecía
una cueva de hormigón y losas blancas mal pegadas. Fue entonces cuando algo lo
interrumpió. A penas había hecho ruido, pero a esas alturas ya notaba la
presencia de alguien cuando lo tenía tras de mí. Me giré a la velocidad de la
luz y enganché del cuello a mi atacante, lanzándolo sin pensar contra la pared
para alejarlo de mí. Y le habría sacudido un puñetazo de no haberme encontrado
con la cara de un crío acojonado.
Gustav, sentado en el suelo
contra la pared de losas blancas, se cubría el rostro con los brazos mientras
temblaba de pies a cabeza.
Bajé el puño con abatimiento,
aunque debería haberle dado.
-Tú quieres que te mate o algo.
–decidí.
-¡N-no podrías conmigo! –se
defendió, descubriéndose lentamente para mirarme con el ceño fruncido.
-Levanta del suelo, subnormal.
–ordené, caminando hacia la media pared donde había dejado la toalla.
Me la enrollé alrededor de la
cintura, y cuando volví a mirar a el chaval, se había levantado ya y, muy
erguido, trataba de recuperar su dignidad. No podía evitar que me hiciese
gracia, aunque sabía bien que el entretenimiento del niño-acosador tenía que
terminar ya.
-Llevaba buscándote un rato. –se
explicó. –Quería que hablásemos… a solas. –completó la frase en voz muy baja y
mirando hacia todos lados, paranoico.
-Y me atacas en la ducha. –bufé,
sarcástico, apartándome algunos empapados mechones del rostro para ver mejor al
crío. Él se encogió de hombros. Mené la cabeza con reprobación y exhalé un
hondo suspiro. –Genial. Pues dime lo que sea pero ya. Me estoy congelando.
–mascullé.
-¡Sí, sí!
-Oye, y cuando termines de
hablar, te largas y no vuelves a seguirme, ¿eh? –lancé una mirada preocupada
hacia la puerta, esperando que nadie irrumpiese mientras el chaval seguía ahí.
-¿Te ha visto alguien entrar? –cuestioné, sin mirarle.
El gesto de Gustav se contorsionó
en una mueca altamente ofendida.
-¿Por quién me tomas? –bramó,
cruzándose de brazos.
Lo miré de arriba abajo.
-Por un crío que se mea en los
pantalones. –contesté con desfachatez. El chaval abrió mucho sus ojos dorados.
-¡Yo no hago eso! ¡El suelo
estaba mojado!
Hice un aspaviento con la mano,
dejando claro que no lo creía.
-¡Que sí! ¡Si me has tirado tú!
¡No soy un crío, tengo doce años! –esputó, con los puños apretados por la
rabia.
Al verlo tan enano y tan
cabreado, no pude contener más una carcajada. Con el enfado, le había salido un
leve acento ruso, lo que explicaba lo extraño de su nombre; Gustav debía ser de
ascendencia rusa. Me acerqué a él y le revolví el pelo.
-Tranquilo, chico. –sonreí con
malicia. –Es normal que los niños de ocho años os hagáis pipí encima. –me
burlé. Gustav se puso aún más rojo de ira.
-¡Pues ahora no te digo lo que
venía a decirte! –se mosqueó.
Alcé una ceja y aparté la mano de
su enmarañada cabellera castaña pajiza.
-¿Qué tienes que decirme? –quise
saber, cruzándome de brazos para adoptar la pose intimidante otra vez. Gustav
dejó su cabreo infantil para ponerse serio.
-Escucha, Ethan… -murmuró,
bajando el tono y acercándose a mí para que sólo yo pudiese oírlo. No había
nadie más, pero comprendía su paranoia; allí las paredes tenían oídos. Yo mismo
me agaché para aproximarme a su altura. –He oído a un tío comentar en el
desayuno que te iban a colar drogas bajo el colchón. –susurró. Arrugué el
morro; no me sorprendía.
-Seguro que ése está compinchado
con algún guardia para jugármela y que me caigan un par de años en prisión.
–farfullé. Lo raro es que no lo hubiesen intentado antes. Me aparté del chico
para estudiarlo con la mirada. -¿Tú cómo te has enterado?
Gustav se irguió orgulloso y puso
los brazos en jarras.
-Si quiero, puedo ser invisible.
Me infiltro enseguida y nadie se da cuenta. –sonrió con fanfarronería. Asentí
sin expresión.
-Porque eres enano. –entendí. Su orgullo
se desmoronó y volvió a cabrearse.
-¡Que no! Soy sigiloso.
-Enano. Te cuelas por cualquier
rincón porque eres enano.
El ruso emitió un gruñido de
frustración y estuvo a punto de patalear, pero acabó por resoplar.
-Bueno, pues ya sabes lo de la conspiración.
–alegó.
-Seh. Gracias, chaval. –le
otorgué. -Ahora largo, creo que voy a morir de hipotermia si no me visto.
Asumí que se marcharía sin más, y
le di la espalda para quitarme la toalla y empezar a ponerme los pantalones.
Notaba al chico detrás de mí aún, así que antes de vestirme si quiera la
camisa, me volví a él.
-Eh, que te pires. –mascullé. –No
vuelvas a seguirme, ni tan siquiera a hablarme, ¿entendido? –el crío me miraba
con cara de cachorrito enfurruñado. No me gustaban los perros. –Venga, fuera.
Si te pillan de conversación conmigo te matan, Gus. –traté de convencerle,
armándome de paciencia. No me apartó la mirada ni presentó indicio de
movimiento. Me crucé de brazos, empezando a mosquearme. –Gustav, venga, aire.
Lo pillé mirando fijamente los
tatuajes que cubrían mi brazo izquierdo.
-¿No te dolieron? –soltó de
pronto, acercándose un par de pasos para mirarlos más de cerca. Rodé los ojos
con desesperación.
-Gus… -murmuré.
Al chaval se le veía feliz
investigando los dibujos de mi piel, lleno de repentina curiosidad.
Observándolo mejor, más de cerca, con esa cara de pillo inocente, me preguntaba
qué habría hecho para estar allí. Aunque las leyes de Elvenpath condenaban a
los sureños por cualquier cosa, fueran apenas unos niños. Y encima un huérfano…
Ya debía tener sangre fría el juez que lo condenara a pasar por allí; si tenía
algún tipo de inocencia, allí se la matarían.
-¿Y qué significan? –siguió,
alegremente. ”Tiene que sentirse muy solo aquí dentro, lejos de sus hermanos
del orfanato...” La maldita vena dramática de los Rainy me torturaba con pensamientos
como ese. De pronto me sentía responsable de aquel chico, y eso me asustó. ”Ah,
no, bastante tengo con cuidar de mí y preocuparme por los míos”.
-Nada. –le corté, apartándolo de
mí de un leve empujón. -Fuera, chaval. Déjame en paz un rato. –exigí, ya de
malas maneras.
Acabé por girarme otra vez para
terminar de vestirme. Estaba helado después de pasar tanto tiempo mojado y
cubierto sólo por una toalla, sobre todo teniendo en cuenta el frío infernal
que hacía en esa zona. Abroché el último botón y me froté los brazos para
entrar en calor. Echándome la toalla al hombro, me di la vuelta para salir de
allí. Y no, Gustav ya no estaba.
Reconozco que sentí una punzada
de decepción, o quizá remordimientos. En cualquier caso, si lo mandaba a paseo
era por su bien. Era muy joven para ganarse mis enemigos.
La noche había caído varias horas
atrás cuando los guardias decidieron que era el momento de acostarse. El timbre
sonó y las pesadas puertas de las celdas se abrieron de forma automática. Ya nos estaban conduciendo como a borregos
hacia nuestras jaulas en el momento en que vi a alguien salir de mi celda.
Entre la muchedumbre, no supe adivinar quién coño era, pero por la mirada que
me dirigía el colgado de la coletilla pelirroja en el gimnasio, apostaría a que
era él el que trataba de jugármela.
”Te equivocas de capullo”, pensé
con rabia antes de aumentar el ritmo de mis pasos, colándome entre la gente
todo lo disimulada y rápidamente que pude.
Subí las escaleras de dos en dos
hacia la segunda planta, donde se hallaba mi suite. Llegué antes que Billy, y
sólo al darle la vuelta al colchón con todo mi mal genio di con una bolsita de
hierba. Me cagué en la madre del autor de la fechoría. Sin embargo, la historia
de cómo me libré de esa mierda no pienso contarla para que, si algún día os
encontráis en esa misma situación, os tengáis que buscar la vida como hice yo.
Me maldeciréis cuando recordéis el momento en el que Ethan Rainy os podía haber
dado la solución; pero me la suda.
Viernes por la tarde. Gustav
caminaba por el pasillo que conducía al gimnasio y las duchas, cuando una mano
le agarró del cuello de la camisa y tiró de él hasta internarlo en la oscuridad
de la pequeña sala de limpieza. Antes de
que el crío pudiera gritar, la puerta se cerró tras él. Una cutre bombilla
colgando del techo ofrecía toda la luz de la que hacía gala la sala. Sólo aquel
resplandor anaranjado y el destello rojizo de un cigarrillo encendido.
-¿Cómo has… abierto? –murmuró el
chaval con los ojos como platos, sin entender la forma en la que había
conseguido meterme en aquella sala. Todo el mundo sabía que aquello estaba
siempre cerrado con llave.
Le enseñé un pequeño trozo de alambre doblado.
Pertenecía al somier de mi cama, los alambres estaba hechos mierda; no había
resultado muy difícil arrancar un pedazo. Y abrir era aún más fácil; sobre todo
si eras un experto en manipular cerraduras con horquillas. El ruso asintió, aún
asombrado.
Le di una honda calada al cigarro.
-Sí que tienen significado. –comenté,
imponiendo el humo que salía de mis labios como cortina entre ambos.
-¿Qué…?
-Mis tatuajes. Sí que tienen
significado. –sonreí, remitiéndome a nuestra última conversación. Él me
devolvió la sonrisa.
-Lo sabía.
Terminé lo poco que quedaba del cigarrillo
y lo tiré al suelo, pisándolo después.
-Cada uno simboliza un amigo
muerto. –noté como sus ojos se abrían de par en par. –Excepto éste. –estiré el
brazo ante él y señalé uno que ocupaba una amplia zona del interior de la parte
más alta del brazo.
-¿Es una flor?
-Una orquídea morada.- expliqué –Simboliza a mi hermana.
-Ophelia… -comprendió,
demostrando una vez más los conocimientos sobre nosotros que había adquirido de
Alex. El ruso se acercó más al tatuaje, tratando de estudiarlo con la escasa
luz que ofrecía aquella pobre bombilla.
Cuando se apartó, dando por
saciada su curiosidad, me bajé la manga para cubrir el brazo.
-Eh, tenías razón con lo de la
trampa. –le felicité. –Te debo una, enano. –agradecí, revolviéndole su ya de
por sí revuelto pelo.
-Tsk, pues claro. Yo siempre
tengo razón. –fanfarroneó, hinchando el pecho cual pavo. Reí entre dientes.
-Creo que podríamos ser
cómplices, Gustav. –comenté. –No me sobran aliados.
-¡Ya somos cómplices! –me espetó.
–Los amigos de Alex son mis amigos. Después de lo que hizo por Jimmy, estaba
claro que todos los huérfanos nos pondríamos de su parte aunque se enemistara
con… -tragó saliva y bajó la voz antes de decirlo. –… Macabria.
-¿Jimmy? –quise saber. Buscando
en mi mente las batallitas de Alex, no encontré a ningún Jimmy. A no ser…
-Sí. El chico al que… en la
Iglesia…
-Vale, vale, ya. –le corté; no
quería recordar esa historia. Abusaron de ese chaval, y Alex en venganza
prendió fuego a la iglesia con el repugnante cura dentro.
Además de aquella trágica
historia, Alex gastaba la mitad de lo poco que ganaba en los chicos del
orfanato. Él siempre decía que no quería que los chavales pasaran por lo que
él; verse reducidos a vagabundos o ladrones con doce años porque en el orfanato
no hay recursos para mantenerlos. Esa idea le aterrorizaba, así que hacía lo
que estaba en su mano por procurarles una vida a los chicos.
Por todo aquello, era lógico que
los huérfanos lo adorasen.
-Aliados, entonces. –me aseguré,
alargando la mano para hacer el tradicional choque de puños.
-Aliados. Pero no me llames
Gustav… Prefiero Gus.
Los días se sucedieron con
rapidez después de aquél viernes de diciembre. Faltaban dos semanas para
Navidad; pero allí a nadie le importaba lo más mínimo. Pasaría y ni nos
enteraríamos. Yo era el primero al que aquella fiesta hipócrita y consumista se
la sudaba. Pero aproveché bien el tiempo. Gus y yo nos veíamos en secreto
cuando podíamos: en la habitación de la limpieza o en las duchas. Un día se
burló diciendo que parecíamos “Romeo y Julieta”, con tantas quedadas a
escondidas. Le respondí con una colleja.
Como decía, aprovechamos bien el
tiempo. Él se encargaba de avisarme de cualquier conspiración contra mí, por lo
que la convivencia me resultó más fácil. Empecé a dormir más tranquilo, aunque
aún tenía pesadillas. Pero al menos podía relajarme un poco más, sin dejar de
estar alerta lo justo y necesario. Yo, en compensación por su trabajo de espía,
empecé a impartirle clases de pelea callejera. Con mis bases en boxeo, krav
maga y la mezcla de artes marciales que había ido absorbiendo, le enseñé a dar
un puñetazo sin hacerse daño –algo que aprendió mejor que mi hermana, por mucho
que yo la quiera-, a controlar la fuerza de los golpes y, sobretodo, a
esquivarlos.
Por otro lado, cada día se
empeñaba en que le contase la historia de un tatuaje, la historia de un
compañero perdido. Me había endurecido e insensibilizado lo suficiente para
poder relatarle aquellas cosas sin pestañear. Y puede que algún relato le
causara pesadillas.
Era ya jueves cuando, después de
que el chaval aprendiese a esquivar bien del todo los puñetazos directos, y
sentados en el suelo de las duchas, me confirmó un tema del que veníamos hablando
aquellos días.
-Tenéis el completo apoyo de los
huérfanos, Ethan. –sonrió entusiasmado Gustav, mostrando su diente mellado. –Ya
te dije que los amigos de Alex son los amigos de los chicos del orfanato.
–informó. –Lucharemos por vosotros si nos lo pedís.
¿Luchar por nosotros? La
sensación de saber por fin que los tres traidores de Macabria no estábamos
solos, me tranquilizó enormemente. ¿Iba en serio? ¿Luchar? Su gesto era solemne
y su mirada sincera, rebosaba ganas de emprender batalla. Si los demás huérfanos
eran como él, quizá teníamos una oportunidad. Todo parecía solucionado, pero me
quedaban dudas.
-Dime, Gustav… ¿tenéis contacto
con los orfanatos del resto del país?–cuestioné, francamente interesado. El
ruso dudó ligeramente.
-Bueno… Yo no, pero hay chicos
que sí. Algunos tienen incluso hermanos en otros orfanatos del Norte. Pero no
sé si los hay con los orfanatos de todo el país. –cruzó las piernas y, apoyando
el codo sobre su muslo, dejó el peso de la cabeza en el puño, en gesto
pensativo. –Tendría que preguntarlo.
Asentí.
-Tú no tienes las llamadas
restringidas, ¿verdad? –quise saber.
Una sonrisa pilla se fue
extendiendo por su pecoso rostro.
-Tengo algo mucho mejor.
–susurró. Mirando hacia ambos lados, como comprobando que no había indicios de
nadie más, se metió la mano en los pantalones. Estaba a punto de soltarle un
puñetazo en la cara, cuando sacó de allí un pequeño teléfono móvil. Más que
sorpresa, mi expresión delataba admiración divina. ¡Un teléfono, un jodido
teléfono! Me controlé lo suficiente como para no lanzarme sobre él, quitarle el
aparato y huir haciendo la croqueta. Gus se mostraba satisfecho ante mi mirada
de adoración.
-Niñato, eres un puto genio.
–musité. El chaval rió entre dientes. -¿Por qué coño no lo habías sacado antes?
-Lo sé, soy genial. Me ha costado
sacarlo de la habitación… -explicó. –Pero, Ethan, hay muy poco saldo. Mis
hermanos del orfanato me lo recargan cuando pueden, y aun así apenas puedo
usarlo. –despegó su mirada dorada del móvil para dirigirla hacia mí. –Excepto
en casos de vida o muerte.
-Como éste. –me apresuré a
recordarle. Gus asintió con cierta tristeza, volviendo a mirar su teléfono, la
única vía para contactar con su “familia”. –Oye… -me apiadé. Le debía mucho al
chaval, quizá me pasaba de abusivo…–Sólo serán unos minutos. –cambié de
posición, sacando una pierna para tenerla flexionada, en lugar de cruzada con
la otra, y apoyé una mano sobre el suelo para mantenerme. –¿No querías formar
el Escuadrón de Alex?
-El Escuadrón de Ethan, en realidad.
–sonrió de lado.
Arrugué la nariz.
-Eso suena a mierda. ¿El
Escuadrón de los Niños?
-No somos niños. –gruñó el ruso
entre dientes. Luego me miró de arriba abajo, meditabundo. -¿El Escuadrón de la
Orquídea Morada?
Di un respingo, y seguí su mirada
hasta dar con lo que él observaba; el tatuaje dedicado a Ophelia. Al pensar en
ella, el corazón se me encogió.
-El Escuadrón de la Orquídea.
–acepté. Luego meneé la cabeza. Una vez elegido el nombre, tenía que saber si
existía dicho escuadrón fuera de Elvenpath. –Vale, orquídeo, -bromeé.-necesito
que te informes de cuántos huérfanos disponemos. Si las hazañas de Alex y las
nuestras han llegado hasta el sur del país, quiero que pongas a toda criatura
sin padres a vigilar Amoris Ville. Al más mínimo movimiento que apeste a
Macabria, que te avisen.
-Y yo te aviso a ti. –comprendió.
-Exacto. También a Alex. –suspiré
con cansancio y me llevé una mano al entrecejo, donde sentía un alfiler
atravesándome los sesos. –Sobre todo a Alex. –cerré los ojos con fuerza y volví
a abrirlos cuando el dolor menguó un poco. Mi salud iba a su bola, y aquellos
días me estaba sobre esforzando. -Quiero huérfanos espías, quiero tener ojos en
todas partes aun estando aquí a ciegas. –dicho esto, me levanté del suelo del
baño, me quité la toalla y me vestí con el asqueroso uniforme naranja.
Gustav aún seguía sentado en el
suelo, mirándome como nueva admiración.
-Eres el mejor general del mundo.
Aparté la vista para dirigirla al
techo, como rogando al Cielo. ”Esto es un juego para el dichoso crío”
-Sí, vale. Pues levanta el culo,
tenemos trabajo que hacer. –presioné, terminando de abrocharme la camisa.
Gus se levantó de un salto y me
hizo el saludo militar. Me sacó una ligera sonrisa, tras la que relajó la
postura. Yo estaba ya a punto de salir por la puerta.
-Ethan. –me llamó entonces. Me
detuve, pero no me giré. -¿Qué vas a hacer tú mientras los pongo a todos en
movimiento? –quiso saber el chiquillo.
Le miré de soslayo y extendí una
sonrisa divertida.
-Lo de siempre, chico:
sobrevivir.
Algo que resultaría más fácil
ahora que sabía que teníamos una posibilidad de ganar aquella guerra.