domingo, 30 de junio de 2013

Capítulo Especial V: Ethan's War (UNCENSORED)

Empujón. Patada en los talones. Empujón.

El ritual de siempre, el mismo recorrido, las mismas odiosas losas verdes del pasillo. Así, llegué a la enfermería. Después de despertarme de una pesadilla, y presa de un auténtico ataque de ansiedad al saberme encerrado y alejado de aquello que daba sentido a mi vida, había llamado a los guardias para que me llevasen a la enfermería. Tenía una idea en mente que necesitaba que funcionase. No era nada parecido a un plan genial, pero requería con urgencia ver a Anne, sincerarme con ella y explicarle cómo estaban las cosas. No me gustaba pedir nada a nadie, pero necesitaba ayuda.

Los gorilas me sujetaban tan fuerte que imaginé que tendría moratones al día siguiente, aunque poco me importaba portar más heridas de guerra a esas alturas.

Atravesé la puerta de metal que daba a la enfermería y llegué de dos traspiés frente a Anne. La enfermera dijo algo que no escuché, y los guardias contestaron otra cosa de la que no me enteré. Aún me miraba los pies, con la cabeza gacha en gesto sumiso; no porque quisiese parecerles inofensivo, sino porque estaba mareado después del angustioso sueño de unos eternos minutos atrás.

Por fin, los guardias se fueron, y el portazo de la puerta me sirvió de incentivo para alzar la mirada.

Anne tenía el ceño fuertemente fruncido. La luz de los fluorescentes del techo se reflejaba en sus gafas, pero aun así podía ver sus grandes orbes verdes centellear cargadas de preguntas. A mí me dolían los ojos de tenerlos abiertos. Ya sabéis, de la falta de sueño.

Sinceramente, estaba cansado y hecho mierda en general, pero no quería preocupar a la pelirroja, y me esforzaba por mejorar mi humor. Finalmente, rompí el silencio de la sala con un burlón:

-¿Tienes fuego, muñeca?

La pelirroja torció el gesto y frunció aún más el ceño.

-¿Qué? –gruñó. –Me han dicho que te estabas desangrando, Ethan. –siseó, cabreada. Y su enfado iba en aumento. -Si sólo querías molestar podrías dedicarte a molestar a otra. No estoy aquí para entretenerte. Son las cuatro de la mañana y quiero irme a casa. –soltó atropelladamente, de un notable mal humor.

“¡Aborten misión!”

-Oye, cálmate, que yo no te obligo a estar aquí. –pedí suavemente… o algo así.

Anne resopló y meneó la cabeza.

-Lo siento. Llevo aquí doce horas, esto es abusivo. –suspiró.

-Lo que yo te diga, son unos nazis. –murmuré, caminando hasta sentarme al borde de la camilla. Anne sonrió levemente. ”Prueba superada”.

-Entonces, ¿estás bien? –se acercó con precaución, mirándome más detenidamente. –Cuando saliste de aquí esta tarde…

-Estoy bien. –la corté. –Más o menos. –cogí aire antes de seguir. –La verdad es que venía a… -miré de soslayo a la enfermera. Podía confiar en ella, ¿no? Bueno, tampoco tenía más opción. –Quería pedirte un favor, Anne.

Y volvió su ceño fruncido.

-Ethan, yo…

-Déjame terminar. –sonreí, buscando tranquilizarla. Me puse en pie y comencé  a dar vueltas a la sala, tan repentinamente nervioso que no podía estarme quieto. –Bueno, sabes que tengo una hermana, ¿verdad? –giré el rostro para mirarla.

Ella asintió.

-Ophelia, ¿no es así?

–Sí. Pues lo que hice, lo de disolver Macabria y todo eso, afecta también a Ophs… Ophelia. –rectifiqué. –No soy el único al que intentan quitarse de en medio. Y ahora ella está sola en otra ciudad y… -se me quebró la voz. La imagen mental de Ophs, mi Ophs, sola tan lejos de casa y a merced de quien quisiera hacerle daño… Me podía. -Anne, tienes que ayudarme. –la angustia volvió a instaurarse en mis entrañas. Mi mirada suplicante dejaba bastante claro lo desesperado que me sentía. –Ophelia y yo somos como dos partes  de un todo y si le pasara algo mientras yo estoy aquí… Si alguien volviese a hacerle daño sin que yo pudiese hacer nada salvo observar desde la distancia… Joder, Anne, no puedo pasar por eso otra vez. No… no podría vivir con más cargo de conciencia.

El verde de su iris no se había despegado ni un segundo del violeta de los míos.

-Ethan… -murmuró, asombrada, y solo entonces bajó la mirada. –No sé qué podría hacer yo…

”Oh, venga ya.

-Bueno, en realidad eres la única que puede hacer algo. –sonreí de lado y avancé un par de pasos hacia ella, quien se sonrojaba a medida que acortaba la distancia. –Anne, cielo… Tiene que haber alguna forma de salir de aquí, ¿verdad?

Por fin, la pelirroja entendió por dónde iba.

-Yo no… no puedo sacarte. –retrocedió como atemorizada. Lo que me faltaba, que Anne me tuviese miedo. La estaba cagando, la estaba cagando mucho. Pero ya había empezado, tenía que sacar todas mis cartas ahora que podía. Tenía que convencerla como fuese.

-¿No puedes argumentar que tengo alguna herida grave para que me manden al hospital? –dejé de avanzar y decidí volver a sentarme en la camilla. –Sólo necesito eso, a partir de ahí me encargo yo.

-No puedo, Ethan, lo siento. –concluyó.

-Joder, Anne… Tienes que entenderlo, necesito salir. No puedo dejarla sola. Mi hermana ya ha sufrido bastante…

Las normalmente suaves facciones de la enfermera se habían endurecido. Cruzada de brazos, me miraba como si…

-No me crees, ¿verdad? –balbuceé sorprendido. Su gesto no cambió un ápice. Una amarga sonrisa tomó forma en mi rostro. –Pues claro, quién coño iba a creer a un recluso.  Y menos a un pintas lleno de tatuajes y con un historial delictivo del tamaño de la Torre Eiffel.  –Bufé, y desvié la mirada. Mi última esperanza se estaba quebrando delante de mis narices, sentía que me partía en dos. ¿Ella también? ¿Ella también creía que merecía estar encerrado?

El silencio precedió a mis palabras. Si la miraba de soslayo, podía ver como la enfermera se observaba los pies apenada, apenada pero decidida. Tras unos minutos, tragué saliva, me pasé la lengua por los labios, y me levanté de la blanca camilla. Avancé un par de pasos vacilantes hacia ella.

-Anne…

La aludida alzó el rostro para enfocar sin temor el violeta de mis ojos.

-No. –me cortó rápidamente. –No eres el primero, Ethan. –murmuró, con cierta ira contenida en la voz. El verde de su mirada se me antojó repentinamente feroz. –El primero que, viéndome tan joven y tímida, me cree débil y trata de aprovecharse de ello-. Fruncí el ceño, ofendido y sorprendido a partes iguales; y a punto estaba de soltarle alguna cuando se me adelantó. Respirando con rudeza, volvió a dirigir su vista a la mía. –Casi me lo había creído. –su voz subió un tono, más aguda, parecía luchar para controlar el llanto. –Casi creía que de verdad te importaba, que éramos como… como amigos. –echó la cabeza hacia atrás, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz, con una sonrisa cínica adornando sus graciosas facciones. –Já. Qué estúpida puedo ser, dejarme cegar por una cara bonita. Como si los chicos como tú se fijasen nunca en las chicas como yo. He sido una estúpida. –se reprochó, tan furiosa consigo misma como conmigo.

-Oye, para ya. –le espeté, molesto. Tenía un montón de palabras atragantándoseme en la garganta, mil respuestas que podía haberle dado, mil maneras de desmentir sus palabras, demostrarle lo equivocada que estaba. Y tantas eran, que no podían salir.

Me limité a mirarla como nunca la había mirado; como a una más, otra pieza del correccional, de la ley. Lo único que parecía brillar en medio de aquel caos infernal que estaba viviendo allí, se había esfumado. Y creo que supo todo lo que pasaba por mi cabeza cuando me miró a los ojos; había impuesto un muro entre nosotros. Sólo era “otra más”.

Cerré mis esferas violetas con cansancio, y cuando volví a abrirlas, no quise mirarla. Esbocé una sonrisa mortificada y chasqueé la lengua con fastidio. Intenté cruzarme de brazos, pero las esposas no me lo permitieron, así que los dejé caer.

-Está claro que no queda nada aquí para mí. –dije más para mí mismo que para la pelirroja. Aguardé unos instantes, ella no contestó. –Aun así, lo preguntaré una vez más… -giré el rostro para mirarla, no quedaba nada de amistoso en mi gesto. Estaba cansado, cansado de verdad. -¿Hay alguna forma de salir de aquí? –siseé.

-No. –respondió de inmediato. –Cumplir tu pena. O sufrir una herida que ponga en peligro tu vida, tanto que no pueda curarse aquí.

-O ahorcarme en la celda. –gruñí para mí. La noté dar un respingo.

-No digas estupideces. –siseó. –Si no me vas a dejar inspeccionar nuevas heridas, deberías marcharte, Rainy.

“¿Rainy? ¿Ahora soy Rainy?” Avancé un paso hacia la salida, pero me detuve. Me dolía todo el cuerpo, lógicamente, por los palos recibidos. Ya que estaba ahí, podría darme algo para el dolor. Para eso estaba, ¿no? Era la enfermera… Sólo la enfermera. Giré sobre mis pasos y volví a la camilla para sentarme. Desabroché la camisa y la miré sin ganas, esperando a que se acercara. Al destaparme, su rostro se contorsionó en una mueca de dolor.

Ninguno de los dos dijo nada. La enfermera cogió sus gasas y comenzó con la cura. Gasas para las heridas, pomada para los moratones. Yo ni siquiera había mirado como llevaba los golpes, imaginaba que tendrían la forma exacta de las porras con las que me habían sacudido, pero prefería no mirar.

-Habrás pasado fiebre. –titubé la pelirroja, aun centrada en su labor. Me encogí de hombros. Anne se separó de mí y me miró a los ojos, su usual preocupación volvía a estar ahí. Alzó la mano que tenía libre y me la puso sin miramientos sobre la frente. Su mano estaba helada, me recorrió un escalofrío. –Dios, Ethan, estás ardiendo.

Volvió a sonar como siempre, como si todo lo anterior no hubiese ocurrido; eso aflojó el nudo de mi garganta.

-Garr, I’m on fire. –bromeé, sin ganas, más por costumbre que por otra cosa. Lo cierto es que, ahora que lo decía, me pesaba mucho la cabeza. Quizá por eso estaba tan cansado y había tenido aquella maldita pesadilla. Todo tenía sentido.

No hizo caso a mi coña, y fue con prisas a llenarme un vaso de agua de la garrafa que tenía por allí. Cogió un sobre de un cajón y vertió los polvos en el vaso de plástico, removiéndolo después con una cucharita del mismo material. Luego me lo puso delante las narices para que lo tomase. Como es normal, tener las muñecas esposadas dificultaba la labor de coger un vaso y llevármelo a los labios, pero lo conseguí, y me lo tragué de una. Se lo devolví vacío y arrugué el morro.

-Aag, ¿qué era eso, matarratas? –bufé. No se me quitaba el sabor óxido de la boca. –Puaj. Esa mierda debería ser ilegal.

-No seas crío. –me recriminó. Se giró para tirar el vaso a la basura y, aun sin darse la vuelta para mirarme, me echó. –Ya puedes irte.

Bajé de la camilla de una, bruto como siempre, de forma que me mareé instantáneamente. Anne me sujetó por los hombros. De repente estábamos muy cerca. La pelirroja me apartó el pelo del rostro con algo parecido a una caricia, aun conservando la preocupación en su mirada. ¿Se suponía que estábamos haciendo las paces? Nada, podía haber compartido útero con una; pero nunca entendería a las mujeres. Sujetándome con una mano, trató de guardar algunos ondulados mechones azabaches detrás de mi oreja con la otra, en vano. Mi melena se empeñaba en ir a su bola, casi siempre  cruzándose por mi cara sin remedio; de ahí que normalmente la llevase recogida.

Aprovechando la cercanía, apoyé mi frente en la suya, haciéndome hueco entre su flequillo. La piel de la enfermera estaba fresca, lo que suponía un enorme alivio para el sofoco que cubría la mía.

-Anne… sácame de aquí. –susurré, débil, casi parecía un ruego. Yo, que nunca rogaba a nadie… Cerré los ojos con cansancio desmedido. –Tengo la sensación de que no voy a salir vivo de ésta. Los presos, los guardias o la enfermedad me acabarán matando aquí dentro.

Le pelirroja seguía acariciándome el pelo, en completo silencio. No parecía que fuese ni a pensárselo.

-No puedo. –murmuró al final.

Abrí los ojos. El violeta se enfrentó al verde unos instantes, después me aparté de ella. Estaba claro que me había equivocado con ella; yo no le importaba una mierda.

-Espero que recuerdes este momento cuando llegue aquí tan mal que no puedas salvarme.  O cuando reciba una llamada avisándome de la muerte de mi hermana. Lo que ocurra antes. –bufé, caminando hacia la puerta sin mirarla. –Espero que seas plenamente consciente entonces de que tú podrías evitarlo, y no hiciste nada. –volví a lanzarle una mirada que, aunque manchada por la fiebre, no dejaba de ser feroz. Una parte de mí se moría por abrazarla al verla dolida por mis palabras; pero la contuve. Anne desvió la vista, acobardada. –Eso, aparta la mirada. -esbocé una sonrisa cínica. –Dios, eres como todos los demás.

Dicho eso, le di la espalda para dar dos toques en la puerta con los nudillos, a la espera de que los guardias me sacasen de allí. Así fue, con uno a cada lado sujetándome con fuerza excesiva de los brazos, me llevaron de nuevo a mi fría celda.


-Pues no te has largado. –murmuró Billy desde su litera una vez los gorilas hubieron cerrado la puerta.

-Aún. –mascullé con rabia. Eso faltaba, que me echase mi fracaso en cara.

Ninguno de los dos volvimos a hablar. Al rato después de acostarme, conseguí recuperar el sueño.

No duró mucho.

Me incorporé envuelto en sudor, cerca del amanecer. Pasó un rato hasta que mi vista se acostumbró a la oscuridad reinante en la habitación, tiempo que aproveché en recuperar el aliento. Por fin, me hallé solo ante el silencio; calma en el Infierno. Sólo se oía la respiración de mi compañero de celda, en la parte de arriba de su litera. Al menos alguien dormía.

Un goteo lejano participó del silencio de la noche. Apoyé la mejilla en el frío de la pared, a mi lado, aun con la vista perdida en la oscuridad del dormitorio –si es que se le podía llamar así-.

Echaba de menos a Alex. Se me retorció el estómago, y los escalofríos propios de la fiebre me recorrieron de arriba abajo. Me abracé a mí mismo para entrar en calor, o intentarlo. Echaba de menos a Ophelia.

Echaba de menos mi casa, aun con lo horribles que eran mis padres. Quería mi guitarra. Quería mi habitación, quería mi cama y que mi hermana viniese a refugiarse en mis sábanas cuando las pesadillas la asolasen. Quería dormir abrazado a ella, saberla segura entre mis brazos, escuchar su calmada respiración una vez hubiera conciliado el sueño. El contacto con la pared se volvió aun más gélido, tanto que tuve que apartarme, el calor de la pesadilla se me había pasado, volviendo al helor natural del correccional elvenpathita. Aquello me trajo un poco a la realidad.

Lamentarme nunca me había servido de nada, hacía años que había aprendido eso. En lugar de perder el tiempo en echar de menos cosas, debía luchar para alcanzarlas. Costase lo que costase.

Y eso era lo que rondaba mi cabeza mientras mantenía la vista en un punto fijo; mi principal objetivo, salir de allí.

La reacción de Anne había sido una decepción de las gordas, una bofetada en plena geta, pero no era el fin del mundo. Para variar, yo, impaciente como el que más, me había adelantado mucho, había actuado antes de tiempo. Igual que la lengua me iba más rápido que el cerebro casi siempre. Pero en fin, con esa negativa rotunda me había apaciguado –o quitado las ganas de vivir-, ahora necesitaba tener la mente fría y no sufrir un ataque de ansiedad. Encontraría otra manera, sin ayuda de Anne.

Y eso, por desgracia, solo me llevaba a un plan que no quería seguir. Lo más arriesgado que se le podía ocurrir a un pirado como yo… Secuestrar a Anne cuchillo en mano y amenazar con matarla si no me dejaban salir. Lo más sencillo y bestia que se me podría pasar por la cabeza; así mismo lo más eficaz y rápido.

“Intenta, por una vez en tu vida, no hacer la primera locura que te ronda la sesera”, me dije, “piensa un poco, se razonable…”. Mierda. El único capaz de serenarme y hacerme reflexionar con calmado juicio no era sino Alex, a veces Ophs. Por eso nos complementábamos los tres tan bien. Meneé la cabeza para sacudirme la melancolía de encima. Pensaría algo, algo que pudiese funcionar y para lo que no tuviese que hacer sangrar a nadie. Volvería a verlos. Nos encontraríamos, lucharíamos, venceríamos. Me convencí y me tranquilicé, al fin.


El jueves amanecí despejado, el matarratas en polvo que me dio Anne había funcionado, y la fiebre se había largado a joder a otro.

A las siete de la mañana, como todos los malditos días, las puertas de las celdas se abrieron automáticamente. Los gorilas se encontraban disipados por todas partes, de brazos cruzados y mirada amenazante; como retándonos a que nos atreviésemos a hacer algo raro. Siguiendo mi rutina, me levanté, hice la cama, me puse el uniforme (igual que el pijama pero con más botones), me aseé, recogí con esfuerzo la marea negra de mi cabellera en una coleta baja y salí de la celda. Billy siempre esperaba un rato desde que yo abandonaba la celda para salir él; una forma de dejar claro que no tenía nada que ver con el traidor de Macabria. Lo entendía, y no le recriminaba nada. Allí cada uno hacía lo que podía por salvar al pellejo, y bastante sabía yo que en la jaula de los leones estaba solo.

Bajé las escaleras con calma, intentando por una vez no ser el centro de atención de los guardias. Estaba tranquilo, al menos hasta que noté un par de ojos clavados en mi nuca. ”¿Quién coño tiene ganas de sangre tan temprano?”, me pregunté con molestia, girándome. No había nadie.

No le di más importancia, y completé el recorrido hasta la cafetería sin más contratiempos. Otro desayuno de mierda compuesto por cosas que ni siquiera parecían comestibles.

Como cada día, me senté en el lugar más apartado, completamente solo. A veces me daban ganas de partirme de risa al pensar que aquello era como el colegio de nuevo; volvía a ser el marginado al que todos querían cargarse. Aunque esta vez fuese más literal. Con todo, cuando Alex fue a visitarme, semanas atrás, me recordó que si había alguien capaz de sobrevivir a aquella situación; era yo. Pero el idiota de Alex me tenía en un pedestal, y mira que me había visto meter la pata de forma catastrófica varias veces. Mi amigo era demasiado bueno para aquel mundo, él mismo decía que en la cárcel no dudaría ni dos minutos… Y joder, cuánto lo echaba en falta allí dentro.

Eso pasaba por mi cabeza mientras miraba el plato de mierda puta que tenía delante. Era el tipo de comida que, si tenías hambre, te la quitaba. Difícilmente probaría bocado esa mañana. A mí lo que me apetecía era un jodido té.

Di un respingo cuando noté a alguien sentarse delante de mí, en el banco pintado de amarillo que hacía de asiento para la mesa rectangular, igualmente amarilla. Le lancé una mirada asesina al intruso que dejaba claro que si no se largaba de allí en menos de dos minutos se iba a tragar mi bandeja entera. Sin embargo, al lanzarle dicha mirada me encontré con un crío. No debía pasar de los once años, aunque su cabello, de un castaño tan claro que parecía rubio, revuelto, y sus pecas le conferían un aspecto aún más infantil. Cuando se dio cuenta de que le estaba mirando, me dirigió una amplia sonrisa que mostraba un par de dientes mellados. Sus ojos dorados parecían afables, pero lejos estaba de fiarme de nadie.

-Largo. –chisté.

El niño no dejó de sonreírme, y que no se acobardara ante mí me dio a entender que quería que le partiese la cara.

-Solo estoy comiendo. –se excusó, encogiéndose de hombros. Tenía las facciones redondeadas, con los mofletes marcados, así como le aparecían hoyuelos en las mejillas al sonreír. Su aire inocente no me convencía, había algo de pícaro en su mirada. Me acordé del Lazarillo de Tormes, ese clásico de la literatura española que nos obligaron a leer en el colegio.

-Pues vete a otro lado. –exigí, aunque después me volví a mi plato y traté de desayunar algo, ignorando al crío.

Sentía la mirada del chaval fija en mí, y en su sonrisa había algo parecido a ilusión. ¿Qué mierda le pasaba? ¿Estaría mal de la olla? Me decidí por pasar de él, ya se largaría. Terminé rápido el plato de puré de plátano (que más bien sería sucedáneo de plátano mutante) y me levanté del banco. Tiré los restos de la bandeja y la dejé en su sitio antes de salir al patio.

-A ver qué haces hoy, Rainy. Te estamos vigilando. –me espetó uno de los guardias.

Le miré enarcando una ceja y pasé de responderle -a esas horas no tenía respuestas para nadie-, saliendo finalmente al exterior.

Había ya gente allí, aunque la mayoría seguía desayunando. Acabé por subirme a los grandes tubos de hormigón dispuestos de forma horizontal formando una pirámide. Llegué al último y me senté. El cielo estaba tan encapotado como siempre, aunque los altos muros del reformatorio frenaban el viento helado que sacudía la ciudad por esas fechas. Dirigí mi violeta hacia arriba buscando el final de los muros, el cielo, la libertad. No había azul, sino el océano de gris que componía el techo de la ciudad. Desde abajo, pude ver a dos grajos sobrevolar el reformatorio, ligeros y libres. Los grajos eran típicos de mi tierra. Se  les solía confundir con los cuervos, pero éstos eran más pequeños y bastante más torpes; me resultaba  unos bichejos graciosos. Los pájaros en general me gustaban. De pequeño soñaba cada noche que tenía alas, que podía huir por la ventana de mi habitación volando cuando quisiera. Desde crío, soñaba con ser libre cual pájaro. ”Libre…” Sobre decir cuánto los envidiaba.

Me quedaba un cigarrillo escondido en la manga de la camisa, que siempre llevaba remangada hasta el codo. Hacía un frío acojonante, como cada día en Elvenpath. Las casas de las familias adineradas, en el Norte, tenían calefacción debajo del parqué, de forma que no te enterabas de la temperatura del exterior. Y por ello para un norteño debería ser más difícil soportar ese clima, con tan sólo una manga de camisa y en diciembre. Sin embargo, como ya deberíais saber; yo no era un norteño, sino un hijo adoptivo del Sur. O al menos lo era… El caso es que me había criado en las calles, a pesar de los intentos de mis padres por encerrarme; siempre encontraba la forma de salir. Y en las calles, tanto del Norte como del Sur, era donde había pasado la mayor parte de mi vida. De crío, me dedicaba a jugar y gamberrear con Alex, y después… bueno, a gamberrear a lo hardcore con Macabria. Sí, echaba de menos esa época. Sonará mal que lo mejor de mi vida –también lo peor- haya sido un grupo terrorista, pero no era así en sus comienzos. Al principio luchábamos por una causa común, teníamos principios, Fé –sí, por primera vez creía en algo-… Luego todo se complicó.

La sensación de que me miraban fijamente volvió a invadirme. Mordí el cigarrillo con rabia y busqué con la mirada al espía. El niño de antes seguía contemplándome, desde abajo, al pie de los tubos, me dirigía los mismos ojos ilusionados. Resoplé con desesperación. Si fuese un poco más mayor, ya le habría dejado claro a quién no debía molestar; pero era un niñato, hasta yo tenía mis límites.

-Que te pires. –le gruñí desde arriba, con el cigarro aun entre los dientes. No dejó de sonreír. Ni de mi último cigarro podía disfrutar. Lo apagué con cuidado contra el hormigón y volví a guardármelo, junto al mechero de Jack Daniel’s.

Bajé de un salto y marché hacia el gimnasio, con el pensamiento de desfogarme con el saco de boxeo.

No había llegado ni a la mitad del pasillo y ya tuve la certeza de que el chaval de los cojones iba detrás de mí. ”Suficiente.”

Miré disimuladamente a un lado y otro; ni al frente ni a los lados se veía vigilante alguno. Sabiendo esto, giré sobre mí mismo e intercepté el cuello de la camisa del crío, quién soltó una exclamación. Cogiéndolo de ahí, lo estrellé contra la pared.

-Quién coño eres y porque me sigues. –solté en un siseo furioso. Por fin conseguí resultarle intimidante, tanto que no conseguía hablar, sino balbucear.

-M-me llamo Gustav. –su voz era un hilillo. Bufé.

-¿Y a mí eso qué? Te he preguntado quién eres, no tu nombre. –mascullé, levantándolo del cuello hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo.

-Soy… amigo de Alex. Del orfanato…

Lo solté como si quemase, tan rápido que cayó de culo al suelo. Los niños del orfanato eran sagrados; eran la familia de mi amigo.

-¿Y se puede saber porqué me sigues? –cuestioné, apoyándome en la pared y mirándolo desde arriba. El tal Gustav no se había levantado del suelo aún, sino que se frotaba las adoloridas posaderas. Rodé los ojos y lo puse en pie de un tirón de su camisa naranja. De brazos cruzados frente a él, esperé su respuesta.

-Te llevo vigilando mucho tiempo y…

-¿Vigilando? –lo corté, sobresaltado. La palabra me producía paranoia aguda, y no sin motivos.

-¡No! Quería decir espiando… -mi gesto empeoró, por lo que el niño decidió cambiar de palabra. -¿observándote? –titubeó al final. Asentí, eso sonaba menos preocupante. –Pues llevaba mucho observándote, pero no sabía cómo acercarme… Siempre estás rodeado de gente que intenta matarte y en peleas, o en la enfermería. –rezongó, hinchando los mofletes como ofendido.

-Eh, que preferiría estar tomándome un whiskey en un bar, pero es lo que toca. –me defendí. A ver si ahora resultaba que el estar todo el día luchando por salvar el culo era elección mía.

-¿Jack Daniel’s? –sonrió emocionado. –Alex nos contaba que te gustaba el Jack Daniel’s. –celebró, feliz de conocer algo de mí por oídas. Eso me tranquilizó, confirmaba que el crío no había mentido.–También decía que te gustaba el té, pero eso era una broma, ¿no? –quiso saber, estudiándome con la mirada. Deseé transformarme en serpiente y huir reptando bajo sus piernas, pero me limité a apartar la mirada y resoplar.

-Chaval, que no has terminado de contarme porque me llevas acosando toda la mañana. –espeté, evadiendo la pregunta anterior.

-¡Ah, sí, sí! –recordó.

-Vosotros dos, ¿qué tramáis? –intervino una tercera voz, más grave que las nuestras. Di un respingo y me giré en su dirección. Uno de los guardias, uno de los más gilipollas, caminaba hacia nosotros. Su mano se deslizaba hacia la porra que colgaba de su cinto, y sus ojos observaban a Gustav de arriba abajo, extrañado de que me estuviese relacionando con alguien sin golpes ni palabrotas.

Le lancé una rápida mirada al crío. Si lo consideraban amigo mío, se podía dar por muerto.

-Le advertía que me dejase pasar. –murmuré, de mi habitual mal humor. –Aire, niñato. –le bufé al castaño. Él se apartó sin rechistar, notablemente asustado por la presencia del gorila.

Seguí con mi camino sin mirar a ninguno de los dos, deseando desesperadamente que el vigilante se largara por donde había venido y dejase en paz a Gustav. Ya sabía que el chaval no era ninguna amenaza, pero no debía volver a hablar con él si no quería ser responsable de su muerte.


Las horas del gimnasio pasaron lentas, aunque era sin duda lo más entretenido que podía encontrar en el centro. Mientras superaba mi récord de abdominales seguidos, que ya iba por los setenta –tenía mucho tiempo libre, eh-, era consciente de las miradas de mis queridos compañeros. Casi sentía sus ojos rodar por la superficie de mi piel, buscando puntos débiles. Matándome a hacer ejercicio sin pausa les debía dejar claro que era resistente –además de terco como una mula-, y que por tanto no iban a acabar conmigo así como así. Lo llevaba demostrando desde el primer enfrentamiento directo con el primer recluso; cinco meses atrás. ¿Es que no aprendían? ¿Les gustaba que les cosiera la boca a ostias, patearas sus estómagos y quebrase sus huesos? Qué grima. Al menos en el colegio y los diversos institutos que había pisado habían aprendido a temerme, con verme cabreado una vez era suficiente para no volver a acercárseme. Pero, aunque a veces lo pareciese, aquel lugar no era un centro educativo, era una mini-prisión –que no tenía nada que envidiarle a una auténtica prisión-.

Después de llegar al abdominal setenta y cinco, tuve que parar. Me dejé caer sobre la colchoneta y boqueé en busca de aire unos instantes. Sabía que el tío de la coletilla pelirroja no me había quitado el ojo de encima desde que había entrado por la puerta, pero parecer relajado era clave en aquel lugar. Debían creer que no tenía ningún miedo, y quizá fuese cierto. No les tenía miedo, no como tal… Rara vez había sentido auténtico miedo, lo que sentía allí sólo era alarma, tensión.  Si temía algo era que Ophelia estuviese en peligro, que la hubiesen encontrado, que alguno de esos hijos de puta le hubiese puesto la mano encima…

Era ese miedo lo que me impedía rendirme; era el amor por mi hermana y mi mejor amigo lo que me mantenía a flote, dispuesto para la batalla.

Una vez mis músculos se decidieron a obedecerme tras el sobreesfuerzo, me levanté, me coloqué la toalla sobre los hombros y, secándome el sudor con ella, emprendí la marcha hacia las duchas. El tío de la coletilla pelirroja seguía observándome, y lo vi moverse antes de salir yo del gimnasio.

Las duchas eran un trauma. El momento en que más expuesto, desprotegido y vulnerable me encontraban, ya que eran compartidas y no había nada que me cubriese de nadie. Dos peleas en las duchas habían tenido lugar ya. Ambas habían acabado de forma desastrosa… para mis atacantes. El caso es que me obligaba a estar con los sentidos alerta bajo el agua, no suponía ni de lejos un momento de descanso.

Me desprendí del horrible uniforme naranja en un segundo, pero deshacerme la coleta fue más difícil; mi pelo era una maraña de nudos y enredos. Me peiné con los dedos cuando lo conseguí y caminé bajo el chorro de agua helada. Un gruñido escapó de mis labios al sentir el inmenso frío del agua. Con esa cara de gato malhumorado al que han obligado a bañarse, me fui lavando. Cuando mi cuerpo se hubo acostumbrado al gélido aliento del agua sobre mi piel, me permití tararear “Anarchy in the U. K.”.

El sonido de la ducha y el murmullo de mi voz formaban eco en el vacío de aquella zona, que cas parecía una cueva de hormigón y losas blancas mal pegadas. Fue entonces cuando algo lo interrumpió. A penas había hecho ruido, pero a esas alturas ya notaba la presencia de alguien cuando lo tenía tras de mí. Me giré a la velocidad de la luz y enganché del cuello a mi atacante, lanzándolo sin pensar contra la pared para alejarlo de mí. Y le habría sacudido un puñetazo de no haberme encontrado con la cara de un crío acojonado.

Gustav, sentado en el suelo contra la pared de losas blancas, se cubría el rostro con los brazos mientras temblaba de pies a cabeza.

Bajé el puño con abatimiento, aunque debería haberle dado.

-Tú quieres que te mate o algo. –decidí.

-¡N-no podrías conmigo! –se defendió, descubriéndose lentamente para mirarme con el ceño fruncido.

-Levanta del suelo, subnormal. –ordené, caminando hacia la media pared donde había dejado la toalla.

Me la enrollé alrededor de la cintura, y cuando volví a mirar a el chaval, se había levantado ya y, muy erguido, trataba de recuperar su dignidad. No podía evitar que me hiciese gracia, aunque sabía bien que el entretenimiento del niño-acosador tenía que terminar ya.

-Llevaba buscándote un rato. –se explicó. –Quería que hablásemos… a solas. –completó la frase en voz muy baja y mirando hacia todos lados, paranoico.

-Y me atacas en la ducha. –bufé, sarcástico, apartándome algunos empapados mechones del rostro para ver mejor al crío. Él se encogió de hombros. Mené la cabeza con reprobación y exhalé un hondo suspiro. –Genial. Pues dime lo que sea pero ya. Me estoy congelando. –mascullé.

-¡Sí, sí!

-Oye, y cuando termines de hablar, te largas y no vuelves a seguirme, ¿eh? –lancé una mirada preocupada hacia la puerta, esperando que nadie irrumpiese mientras el chaval seguía ahí. -¿Te ha visto alguien entrar? –cuestioné, sin mirarle.

El gesto de Gustav se contorsionó en una mueca altamente ofendida.

-¿Por quién me tomas? –bramó, cruzándose de brazos.

Lo miré de arriba abajo.

-Por un crío que se mea en los pantalones. –contesté con desfachatez. El chaval abrió mucho sus ojos dorados.

-¡Yo no hago eso! ¡El suelo estaba mojado!

Hice un aspaviento con la mano, dejando claro que no lo creía.

-¡Que sí! ¡Si me has tirado tú! ¡No soy un crío, tengo doce años! –esputó, con los puños apretados por la rabia.

Al verlo tan enano y tan cabreado, no pude contener más una carcajada. Con el enfado, le había salido un leve acento ruso, lo que explicaba lo extraño de su nombre; Gustav debía ser de ascendencia rusa. Me acerqué a él y le revolví el pelo.

-Tranquilo, chico. –sonreí con malicia. –Es normal que los niños de ocho años os hagáis pipí encima. –me burlé. Gustav se puso aún más rojo de ira.

-¡Pues ahora no te digo lo que venía a decirte! –se mosqueó.

Alcé una ceja y aparté la mano de su enmarañada cabellera castaña pajiza.

-¿Qué tienes que decirme? –quise saber, cruzándome de brazos para adoptar la pose intimidante otra vez. Gustav dejó su cabreo infantil para ponerse serio.

-Escucha, Ethan… -murmuró, bajando el tono y acercándose a mí para que sólo yo pudiese oírlo. No había nadie más, pero comprendía su paranoia; allí las paredes tenían oídos. Yo mismo me agaché para aproximarme a su altura. –He oído a un tío comentar en el desayuno que te iban a colar drogas bajo el colchón. –susurró. Arrugué el morro; no me sorprendía.

-Seguro que ése está compinchado con algún guardia para jugármela y que me caigan un par de años en prisión. –farfullé. Lo raro es que no lo hubiesen intentado antes. Me aparté del chico para estudiarlo con la mirada. -¿Tú cómo te has enterado?

Gustav se irguió orgulloso y puso los brazos en jarras.

-Si quiero, puedo ser invisible. Me infiltro enseguida y nadie se da cuenta. –sonrió con fanfarronería. Asentí sin expresión.

-Porque eres enano. –entendí. Su orgullo se desmoronó y volvió a cabrearse.

-¡Que no! Soy sigiloso.

-Enano. Te cuelas por cualquier rincón porque eres enano.

El ruso emitió un gruñido de frustración y estuvo a punto de patalear, pero acabó por resoplar.

-Bueno, pues ya sabes lo de la conspiración. –alegó.

-Seh. Gracias, chaval. –le otorgué. -Ahora largo, creo que voy a morir de hipotermia si no me visto.

Asumí que se marcharía sin más, y le di la espalda para quitarme la toalla y empezar a ponerme los pantalones. Notaba al chico detrás de mí aún, así que antes de vestirme si quiera la camisa, me volví a él.

-Eh, que te pires. –mascullé. –No vuelvas a seguirme, ni tan siquiera a hablarme, ¿entendido? –el crío me miraba con cara de cachorrito enfurruñado. No me gustaban los perros. –Venga, fuera. Si te pillan de conversación conmigo te matan, Gus. –traté de convencerle, armándome de paciencia. No me apartó la mirada ni presentó indicio de movimiento. Me crucé de brazos, empezando a mosquearme. –Gustav, venga, aire.

Lo pillé mirando fijamente los tatuajes que cubrían mi brazo izquierdo.

-¿No te dolieron? –soltó de pronto, acercándose un par de pasos para mirarlos más de cerca. Rodé los ojos con desesperación.

-Gus… -murmuré.

Al chaval se le veía feliz investigando los dibujos de mi piel, lleno de repentina curiosidad. Observándolo mejor, más de cerca, con esa cara de pillo inocente, me preguntaba qué habría hecho para estar allí. Aunque las leyes de Elvenpath condenaban a los sureños por cualquier cosa, fueran apenas unos niños. Y encima un huérfano… Ya debía tener sangre fría el juez que lo condenara a pasar por allí; si tenía algún tipo de inocencia, allí se la matarían.

-¿Y qué significan? –siguió, alegremente. ”Tiene que sentirse muy solo aquí dentro, lejos de sus hermanos del orfanato...” La maldita vena dramática de los Rainy me torturaba con pensamientos como ese. De pronto me sentía responsable de aquel chico, y eso me asustó. ”Ah, no, bastante tengo con cuidar de mí y preocuparme por los míos”.

-Nada. –le corté, apartándolo de mí de un leve empujón. -Fuera, chaval. Déjame en paz un rato. –exigí, ya de malas maneras.

Acabé por girarme otra vez para terminar de vestirme. Estaba helado después de pasar tanto tiempo mojado y cubierto sólo por una toalla, sobre todo teniendo en cuenta el frío infernal que hacía en esa zona. Abroché el último botón y me froté los brazos para entrar en calor. Echándome la toalla al hombro, me di la vuelta para salir de allí. Y no, Gustav ya no estaba.

Reconozco que sentí una punzada de decepción, o quizá remordimientos. En cualquier caso, si lo mandaba a paseo era por su bien. Era muy joven para ganarse mis enemigos.


La noche había caído varias horas atrás cuando los guardias decidieron que era el momento de acostarse. El timbre sonó y las pesadas puertas de las celdas se abrieron de forma automática.  Ya nos estaban conduciendo como a borregos hacia nuestras jaulas en el momento en que vi a alguien salir de mi celda. Entre la muchedumbre, no supe adivinar quién coño era, pero por la mirada que me dirigía el colgado de la coletilla pelirroja en el gimnasio, apostaría a que era él el que trataba de jugármela.

”Te equivocas de capullo”, pensé con rabia antes de aumentar el ritmo de mis pasos, colándome entre la gente todo lo disimulada y rápidamente que pude.

Subí las escaleras de dos en dos hacia la segunda planta, donde se hallaba mi suite. Llegué antes que Billy, y sólo al darle la vuelta al colchón con todo mi mal genio di con una bolsita de hierba. Me cagué en la madre del autor de la fechoría. Sin embargo, la historia de cómo me libré de esa mierda no pienso contarla para que, si algún día os encontráis en esa misma situación, os tengáis que buscar la vida como hice yo. Me maldeciréis cuando recordéis el momento en el que Ethan Rainy os podía haber dado la solución; pero me la suda.


Viernes por la tarde. Gustav caminaba por el pasillo que conducía al gimnasio y las duchas, cuando una mano le agarró del cuello de la camisa y tiró de él hasta internarlo en la oscuridad de la pequeña sala de limpieza.  Antes de que el crío pudiera gritar, la puerta se cerró tras él. Una cutre bombilla colgando del techo ofrecía toda la luz de la que hacía gala la sala. Sólo aquel resplandor anaranjado y el destello rojizo de un cigarrillo encendido.

-¿Cómo has… abierto? –murmuró el chaval con los ojos como platos, sin entender la forma en la que había conseguido meterme en aquella sala. Todo el mundo sabía que aquello estaba siempre cerrado con llave.

 Le enseñé un pequeño trozo de alambre doblado. Pertenecía al somier de mi cama, los alambres estaba hechos mierda; no había resultado muy difícil arrancar un pedazo. Y abrir era aún más fácil; sobre todo si eras un experto en manipular cerraduras con horquillas. El ruso asintió, aún asombrado.

 Le di una honda calada al cigarro.

-Sí que tienen significado. –comenté, imponiendo el humo que salía de mis labios como cortina entre ambos.

-¿Qué…?

-Mis tatuajes. Sí que tienen significado. –sonreí, remitiéndome a nuestra última conversación. Él me devolvió la sonrisa.

-Lo sabía.

Terminé lo poco que quedaba del cigarrillo y lo tiré al suelo, pisándolo después.

-Cada uno simboliza un amigo muerto. –noté como sus ojos se abrían de par en par. –Excepto éste. –estiré el brazo ante él y señalé uno que ocupaba una amplia zona del interior de la parte más alta del brazo.

-¿Es una flor?

-Una orquídea morada.- expliqué –Simboliza a mi hermana.

-Ophelia… -comprendió, demostrando una vez más los conocimientos sobre nosotros que había adquirido de Alex. El ruso se acercó más al tatuaje, tratando de estudiarlo con la escasa luz que ofrecía aquella pobre bombilla.

Cuando se apartó, dando por saciada su curiosidad, me bajé la manga para cubrir el brazo.

-Eh, tenías razón con lo de la trampa. –le felicité. –Te debo una, enano. –agradecí, revolviéndole su ya de por sí revuelto pelo.

-Tsk, pues claro. Yo siempre tengo razón. –fanfarroneó, hinchando el pecho cual pavo. Reí entre dientes.

-Creo que podríamos ser cómplices, Gustav. –comenté. –No me sobran aliados.

-¡Ya somos cómplices! –me espetó. –Los amigos de Alex son mis amigos. Después de lo que hizo por Jimmy, estaba claro que todos los huérfanos nos pondríamos de su parte aunque se enemistara con… -tragó saliva y bajó la voz antes de decirlo. –… Macabria.

-¿Jimmy? –quise saber. Buscando en mi mente las batallitas de Alex, no encontré a ningún Jimmy. A no ser…

-Sí. El chico al que… en la Iglesia…

-Vale, vale, ya. –le corté; no quería recordar esa historia. Abusaron de ese chaval, y Alex en venganza prendió fuego a la iglesia con el repugnante cura dentro.

Además de aquella trágica historia, Alex gastaba la mitad de lo poco que ganaba en los chicos del orfanato. Él siempre decía que no quería que los chavales pasaran por lo que él; verse reducidos a vagabundos o ladrones con doce años porque en el orfanato no hay recursos para mantenerlos. Esa idea le aterrorizaba, así que hacía lo que estaba en su mano por procurarles una vida a los chicos.

Por todo aquello, era lógico que los huérfanos lo adorasen.

-Aliados, entonces. –me aseguré, alargando la mano para hacer el tradicional choque de puños.

-Aliados. Pero no me llames Gustav… Prefiero Gus.


Los días se sucedieron con rapidez después de aquél viernes de diciembre. Faltaban dos semanas para Navidad; pero allí a nadie le importaba lo más mínimo. Pasaría y ni nos enteraríamos. Yo era el primero al que aquella fiesta hipócrita y consumista se la sudaba. Pero aproveché bien el tiempo. Gus y yo nos veíamos en secreto cuando podíamos: en la habitación de la limpieza o en las duchas. Un día se burló diciendo que parecíamos “Romeo y Julieta”, con tantas quedadas a escondidas. Le respondí con una colleja.

Como decía, aprovechamos bien el tiempo. Él se encargaba de avisarme de cualquier conspiración contra mí, por lo que la convivencia me resultó más fácil. Empecé a dormir más tranquilo, aunque aún tenía pesadillas. Pero al menos podía relajarme un poco más, sin dejar de estar alerta lo justo y necesario. Yo, en compensación por su trabajo de espía, empecé a impartirle clases de pelea callejera. Con mis bases en boxeo, krav maga y la mezcla de artes marciales que había ido absorbiendo, le enseñé a dar un puñetazo sin hacerse daño –algo que aprendió mejor que mi hermana, por mucho que yo la quiera-, a controlar la fuerza de los golpes y, sobretodo, a esquivarlos.

Por otro lado, cada día se empeñaba en que le contase la historia de un tatuaje, la historia de un compañero perdido. Me había endurecido e insensibilizado lo suficiente para poder relatarle aquellas cosas sin pestañear. Y puede que algún relato le causara pesadillas.


Era ya jueves cuando, después de que el chaval aprendiese a esquivar bien del todo los puñetazos directos, y sentados en el suelo de las duchas, me confirmó un tema del que veníamos hablando aquellos días.

-Tenéis el completo apoyo de los huérfanos, Ethan. –sonrió entusiasmado Gustav, mostrando su diente mellado. –Ya te dije que los amigos de Alex son los amigos de los chicos del orfanato. –informó. –Lucharemos por vosotros si nos lo pedís.

¿Luchar por nosotros? La sensación de saber por fin que los tres traidores de Macabria no estábamos solos, me tranquilizó enormemente. ¿Iba en serio? ¿Luchar? Su gesto era solemne y su mirada sincera, rebosaba ganas de emprender batalla. Si los demás huérfanos eran como él, quizá teníamos una oportunidad. Todo parecía solucionado, pero me quedaban dudas.

-Dime, Gustav… ¿tenéis contacto con los orfanatos del resto del país?–cuestioné, francamente interesado.  El  ruso dudó ligeramente.

-Bueno… Yo no, pero hay chicos que sí. Algunos tienen incluso hermanos en otros orfanatos del Norte. Pero no sé si los hay con los orfanatos de todo el país. –cruzó las piernas y, apoyando el codo sobre su muslo, dejó el peso de la cabeza en el puño, en gesto pensativo. –Tendría que preguntarlo.

Asentí.

-Tú no tienes las llamadas restringidas, ¿verdad? –quise saber.

Una sonrisa pilla se fue extendiendo por su pecoso rostro.

-Tengo algo mucho mejor. –susurró. Mirando hacia ambos lados, como comprobando que no había indicios de nadie más, se metió la mano en los pantalones. Estaba a punto de soltarle un puñetazo en la cara, cuando sacó de allí un pequeño teléfono móvil. Más que sorpresa, mi expresión delataba admiración divina. ¡Un teléfono, un jodido teléfono! Me controlé lo suficiente como para no lanzarme sobre él, quitarle el aparato y huir haciendo la croqueta. Gus se mostraba satisfecho ante mi mirada de adoración.

-Niñato, eres un puto genio. –musité. El chaval rió entre dientes. -¿Por qué coño no lo habías sacado antes?

-Lo sé, soy genial. Me ha costado sacarlo de la habitación… -explicó. –Pero, Ethan, hay muy poco saldo. Mis hermanos del orfanato me lo recargan cuando pueden, y aun así apenas puedo usarlo. –despegó su mirada dorada del móvil para dirigirla hacia mí. –Excepto en casos de vida o muerte.

-Como éste. –me apresuré a recordarle. Gus asintió con cierta tristeza, volviendo a mirar su teléfono, la única vía para contactar con su “familia”. –Oye… -me apiadé. Le debía mucho al chaval, quizá me pasaba de abusivo…–Sólo serán unos minutos. –cambié de posición, sacando una pierna para tenerla flexionada, en lugar de cruzada con la otra, y apoyé una mano sobre el suelo para mantenerme. –¿No querías formar el Escuadrón de Alex?

-El Escuadrón de Ethan, en realidad. –sonrió de lado.

Arrugué la nariz.

-Eso suena a mierda. ¿El Escuadrón de los Niños?

-No somos niños. –gruñó el ruso entre dientes. Luego me miró de arriba abajo, meditabundo. -¿El Escuadrón de la Orquídea Morada?

Di un respingo, y seguí su mirada hasta dar con lo que él observaba; el tatuaje dedicado a Ophelia. Al pensar en ella, el corazón se me encogió.

-El Escuadrón de la Orquídea. –acepté. Luego meneé la cabeza. Una vez elegido el nombre, tenía que saber si existía dicho escuadrón fuera de Elvenpath. –Vale, orquídeo, -bromeé.-necesito que te informes de cuántos huérfanos disponemos. Si las hazañas de Alex y las nuestras han llegado hasta el sur del país, quiero que pongas a toda criatura sin padres a vigilar Amoris Ville. Al más mínimo movimiento que apeste a Macabria, que te avisen.

-Y yo te aviso a ti. –comprendió.

-Exacto. También a Alex. –suspiré con cansancio y me llevé una mano al entrecejo, donde sentía un alfiler atravesándome los sesos. –Sobre todo a Alex. –cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos cuando el dolor menguó un poco. Mi salud iba a su bola, y aquellos días me estaba sobre esforzando. -Quiero huérfanos espías, quiero tener ojos en todas partes aun estando aquí a ciegas. –dicho esto, me levanté del suelo del baño, me quité la toalla y me vestí con el asqueroso uniforme naranja.

Gustav aún seguía sentado en el suelo, mirándome como nueva admiración.

-Eres el mejor general del mundo.

Aparté la vista para dirigirla al techo, como rogando al Cielo. ”Esto es un juego para el dichoso crío”

-Sí, vale. Pues levanta el culo, tenemos trabajo que hacer. –presioné, terminando de abrocharme la camisa.

Gus se levantó de un salto y me hizo el saludo militar. Me sacó una ligera sonrisa, tras la que relajó la postura. Yo estaba ya a punto de salir por la puerta.

-Ethan. –me llamó entonces. Me detuve, pero no me giré. -¿Qué vas a hacer tú mientras los pongo a todos en movimiento? –quiso saber el chiquillo.

Le miré de soslayo y extendí una sonrisa divertida.

-Lo de siempre, chico: sobrevivir.

Algo que resultaría más fácil ahora que sabía que teníamos una posibilidad de ganar aquella guerra.




1 comentario:

  1. Bueno.. Por dónde empiezo?*emocionada* Esque.. tenía tantas ganas de leer algo de Ethan *^* Sin duda, debo decir que estoy más que complacida con este capítulo Jejeje XD
    Empezando..
    Que sí, que sé porqué Anne no se deja fiar de Ethan.. pero joder.. yo veo a un tío así en ese estado, diciéndome esas cosas... y que quieres que te digas, aun si me matan le ayudo, que se le veía(y oía, que yo tengo una mente privilegiada para montarme las pelis..) que estaba destrozado.. Luego.. la fiebre¡¡ O.O OMG¡¡ Tan.. TAN cerca.. Grr.. Lo siento Ophs, pero te juro que yo me colaba en el reformatorio para estar cerquita suya y cuidarle, o hacía lo imposible para que saliera.. aunque es más fácil lo primero.. pero tu sabeh XD
    Tengo la típica manía de ponerme en lo peor.. así que, imaginete mi cara de susto cuando se dio la vuelta y no encontró a nadie.. ya estaba yo diciéndome cosas abusurdas XD Eso si.. Entiendo perfectamente a Ethan con lo de la comida.. he pasado por algo muy similar y la comida es vomitiva.. literalmente para colmo.. ¬.¬
    Pero.. Gustav¡¡ Q.Q que monada por dioh¡¡¡ Coincido con Riah, yo a ese me lo quedaba sólo pa' mi. Es un encanto¡¡ Aunque sigo prefiriendo a Ethan èwé
    Otra cosita.. He visto a Ethan tan.. mm.. cómo decirlo.. sexy.. cuando estaba fumando en lo alto de los cilindros esos como los del descampado de Doraemon XD Jejeje.. No sé.. me ha parecido muy sexy, con su pelo to' molon ^-^
    El peque.. debo decir que al igual que muchas personas, me he quedado un poco a cuadros cuando vi a Gustav.. es decir.. qué puede haber echo un chiquillo(que si, que vale, que yo sólo tengo e años más, de momento, pero es una monada y chiquillo suena medio niño-monoso y un poquito más mayor.^^ ) como él para acabar en un reformatorio.. puedo sospechar que se ha "infiltrado" pero por mucha admiración que se le tenga a Ethan.. un chaval de esa edad.. o de cualquiera.. dudo que se metiera en ese infierno voluntariamente.. Sólo espero que el siga a salvo.. -.-
    OMG¡¡ Las duchas.. no nos pongas esas escenitas anda.. que aquí las fans de Ethan nos dan ataques Jejeje XD Aunque tampoco me quejo.. e__e
    Lo de los tatuajes.. me dejó un poco triste.. es bonito, tenerlos como recuerdos.. y el de Ophy me ha encantado =)
    Me parece buena idea, eso de que sean aliados, ya iba siendo hora, después de tanto tiempo, de que al pobre Ethan las cosas le fueran mejor.. Eso si.. lo de su salud me tiene bastante preocupada....
    Grrr Yo quiero saber qué demonios ha echo con la droga¡¡ Qué haré cuando me metan en el manicomio¡¡(oks.. me acabo de acordar que lo mismo estaré dentro de un tiempo.. tu sabeh, por lo de que la segunda temporada necesitabas fichas para el manicómio o como se le llame ..Jejeje.. Aunque hace unos meses estuve en uno.. e.e )
    Y...Ya te lo he dicho por ask, pero aún así.. Sniff.... Me he partido de risa con la frase esa de hacer la croqueta.. Jasjajajaja Aunque, a decir verdad, yo lo haría del tirón al saberme con la posibilidad de usar un móvil... Jejeje XD
    y.. una última cosa antes de dejarlo ya del todo.. Me gusta el nombre.. lo de la orquídea. No sé si todo saldrá medio bien(porque es imposible que salga a la perfección) o se irá al traste del tirón, pero tengo esperanzas en ver a Ethan, Alex y Ophy juntos . Y ya de paso al pequeñín vivo¡¡ Que sé que eres muy cruel y eres capaz de hacernos llorar otra vez¡¡ >.<
    Y ahora sí que si.. SAYONARA¡¡¡

    ResponderEliminar